miércoles, 19 de diciembre de 2012

EL JUEGO DEL AMIGO INVISIBLE

Creo que fue en el tercer curso de Básica. El juego era sencillo. Sacaríamos un nombre de la bolsita, y esa sería nuestra amiga invisible. La profesora nos dio un mes de plazo para cuidar de esa compañera de clase que nos había tocado, hacerle favores, ayudarla con los deberes o jugar con ella en el recreo. No podíamos decir a la dueña del nombre escrito en el papel que éramos su benefactora, pero el último día se haría una fiesta, y en ella debíamos entregarle un pequeño regalo que no excediera de una cantidad determinada de dinero. Averigüé quien era mi benefactora enseguida. Esa misma tarde se acercó a mi pupitre y me dijo que le pidiera todo lo que necesitara, los lápices, las ceras de colores, la goma de borrar que siempre se me perdía…

Era una de las niñas populares de la clase, pero no era una de las muchas maltratadoras que han pisoteado mi niñez. Simplemente me ignoraba, como la mayoría de las compañeras que han convivido en mi infancia. En realidad en cada curso siempre ha sido una compañera o compañero el que solía oler con rapidez mi debilidad para humillarme. El resto solían limitarse a reírle las gracias, y en alguna ocasión colaborar en la burla con comentarios graciosos. Pero ella no fue especialmente cruel. En realidad no creo que haya sido una mala compañera, y en circunstancias normales, creo que hubiera podido ser una buena amiga.

Yo tuve suerte con el nombre que yo saqué. Era una de las pocas niñas con las que había entablado cierta amistad. A veces jugábamos en el patio del colegio y comparábamos deberes en alguna ocasión. Pero el juego me despistó, porque no entendía qué es lo que se esperaba de mí. Yo ya hacía con ella todo lo que la profesora dijo que había que hacer. Al menos lo hacía cuando ella se acercaba a mí, porque yo jamás osaría enturbiar a nadie con mi presencia, jamás podría acercarme a nadie por propia voluntad, no sería capaz de molestarla y que los demás pensaran que ella era mi amiga, porque automáticamente la molestarían también y la culpa sería mía.

Por lo tanto, la mayoría de las veces yo jugaba sola en los recreos. Muchas veces le pedía la pelota a alguna compañera para lazarla contra la pared. De hecho ese curso encontré en el juego de la pelota contra la pared el entretenimiento perfecto. No requería de compañeros de juegos, y si era torpe nadie se reiría de mí.

Y llegó el día en que se cumplió el plazo del Juego del Amigo Invisible. Cuando en la ronda de regalos le tocó el turno a mi benefactora, ella se levantó ante la clase y dijo mi nombre. La profesora me preguntó si yo había sido bien tratada por ella, si realmente había sido una buena amiga invisible. Lo cierto es que si lo fue, no recuerdo nada negativo y así lo expresé. Mi amiga invisible me regaló una pelota. Me dijo que así no necesitaría pedírsela a nadie. El regalo me emocionó, porque no lo esperaba. Pero me hizo sentir mal porque yo no había comprado nada importante a la compañera que me había correspondido, teniendo en cuenta que la consideraba lo mas parecido a una amiga ya antes incluso del juego.

No recuerdo lo que ella dijo de mí, no sé si el regalo le gustó o lo despreció, porque en esos momentos yo era todo confusión. Tenía tan distorsionada la percepción de la realidad, que para mí era totalmente incomprensible aquel juego estúpido de hacerse regalos por obligación. No entendía que alguien hubiera pensado en mí al hacerme un regalo, yo no merecía tal honor, y por supuesto yo no sabía cual era el regalo adecuado que debía hacer porque no encontraba significado. Para mí era como promover la compra de una amistad, y teniendo en cuenta que yo consideraba no merecerla, no quería comprarla. Creo que parte del acoso escolar al que me vi sometida vino propiciado por mi comportamiento cerrado y errático, sin dar oportunidad a nadie a entrar en mi círculo. Encerrándome a cal y canto en mi misma.

Y creo firmemente que esa es una consecuencia directa de los abusos. Es tal el daño que te hacen en lo mas íntimo de tu ser, que te descuadran todo. Tu percepción, tu visión del mundo, la realidad en la que vives. E incluso ves peligros y monstruos donde no los hay. Y luego la inercia hace el resto.

Aún hoy me es difícil saber cómo debo comportarme ante fechas señaladas en las que es “obligatorio” ser generosos con el prójimo e incluso te sientes en el compromiso de hacer regalos a los que tienes mas cerca de ti. El Adviento que entró en vigor este año el día 2 de diciembre es una época característica para ello. Es como si desde ese domingo se hubiera iniciado el juego del amigo invisible, y la fiesta final fuera en la festividad de la Navidad o el día de Reyes, según la tradición de cada uno. Siempre digo que odio las navidades porque eso de ser feliz por decreto no me gusta. Y mucho menos regalar o portarse bien con los demás por obligación. Me parece hipócrita.

Los recuerdos de las fiestas navideñas en mi infancia son contradictorios. Porque tengo dos versiones. No recuerdo poner el Belén en casa de mis padres. Pero por fechas, al menos el Año del Infierno lo pasé con ellos así que debí colaborar en el montaje del nacimiento. Por supuesto uno de mis malos recuerdos de esa navidad fue el día en que “oficialmente” se iniciaban las fiestas, el día del sorteo de la Lotería, en el que me vi obligada a hacerle una felación a mi padre antes de participar en la función de Navidad.

En España las fiestas se alargan hasta el 6 de enero, festividad de Reyes. Recuerdo ese día en casa de mis padres. O el anterior o posterior, porque teniendo en cuenta que es fiesta nacional, sé que mi madre llegó a casa a media mañana con nuestro regalo recién comprado. Yo con trece años cumplidos ya sabía quienes eran los Reyes, pero creo que mi “mellizo” no, porque recuerdo a mi madre decir un lacónico “Lo siento cielo, algún día tenías que saberlo, pero los Reyes son los padres”, y a continuación entregarle su regalo con etiqueta.

También recuerdo la cena de Nochevieja. En mi país es tradición seguir el cambio de año con la retrasmisión por televisión de las doce campanadas del reloj de la Puerta del Sol de Madrid. Con sus doce tañidos es costumbre tomar doce uvas, una por repique, para celebrar la entrada del nuevo año con buena suerte.

Yo en esa época ya era muy mala comedora. Lo cierto es que creo que en toda mi infancia no he sido muy capaz de comer bien, ambas familias tenían verdaderos quebraderos de cabeza para conseguir que yo me alimentase de otra cosa que no fuera leche o tortilla de patata. Y he pasado épocas en las que he sido completamente incapaz de conseguir que mi garganta admitiese otra cosa que no fueran líquidos. Y como la guerra era continua, adquirí trucos para engañar o poder comer lo que tenía ante mi plato. Uno de ellos era tragar el alimento sólido como si de una píldora se tratase. Metía un bocado en la boca, tomaba un sorbo de leche e intentaba pasar todo de un trago.

La cena de Nochebuena, la única en la que comíamos todos juntos, era en la habitación de mi padre, donde estaba la tele, sentados en las banquetas o junto a él en el borde de su cama con el plato en el regazo. En Nochevieja, ese año, también cenamos con mi padre. No había dinero para uvas. En estas fechas se ponen por las nubes aprovechando la demanda y la economía no era muy boyante. En su defecto mi madre compró uvas pasas y a mí, que no me gusta la fruta en general, las uvas pasas y ese tipo de productos nunca me han atraído. No se me ocurrió mejor idea que decir que las uvas pasas no me gustan, y le pedí a mi madre leche para poder pasarlas con mi “truco”. La mirada que me dirigió mi padre me quitó la idea de la cabeza. Me dio tanto miedo que al sonido de los doce repiques empecé a meterlas en mi boca una a una, simulando el gesto de tragar con satisfacción, y en cuanto terminaron las campanadas salí corriendo al cuarto de baño para escupirlas en el inodoro. Él entró detrás de mí, regañándome porque había sospechado lo que yo estaba haciendo. Me entró tanto pánico en ese momento que tuve una arcada y vomité toda la cena. Supongo que guardó silencio porque pensó que realmente yo me encontraba mal. Mi madre entró solícita tras él para asistirme.

En la casa de mis Padrinos montábamos el Belén en el hueco de la chimenea. Recuerdo poner cajas de zapatos a distintas alturas cubiertas por papel marrón para simular una colina en perspectiva, con el musgo que comprábamos en los puestos ambulantes de la Plaza Mayor. Las casitas mas pequeñas, el molino y las figuras de menor tamaño en la parte mas alta. El portal con el misterio de la Natividad a un lado, en primer término; El castillo de Herodes al otro. Recuerdo utilizar papel de plata para el río y el puente sobre el que colocábamos a uno de los tres Reyes Magos -Gaspar- sobre su camello, siempre con cuidado para que mantuviese el frágil equilibrio. Melchor y Baltasar, uno antes y otro después de cruzar la plateada superficie sobre la que los patos nadaban y dos de las ovejas bebían en su orilla. Recuerdo el pozo, a los pastores, a la lavandera y al hombre con su corderito sobre los hombros. Recuerdo preguntar cómo era posible que los Reyes pudieran entrar por la chimenea con el Belén puesto. Siempre la misma respuesta: “Son magos, ¿recuerdas?”

La mañana del día de Reyes en casa de mis Padrinos siempre era especial. Recuerdo que uno de esos años de infancia en los que todavía creía en su magia, me encontré con muchos juguetes ante la chimenea, pero presidiendo la escena, había un serón de patas con una muñeca dentro vestida de encajes. Es uno de esos “planos” que no olvidaré jamás.

Así que mis recuerdos de las fiestas navideñas son contrapuestos, y nunca he pensado que no me gustasen estas fechas por lo que pudiese volver a mi memoria, porque ese mismo argumento se podría utilizar con las vacaciones de Semana Santa o el verano, y no ocurre, o al menos yo no soy consciente de ello.

En mis Años Oscuros eran un mero trámite para mí. No las sentía en absoluto, incluso gastaba muy mal humor. Como si hubieran perdido la magia que recordaba en mi infancia. Y los primeros años de Hibernación intenté por todos los medios pasar las fechas mas señaladas de las vacaciones leyendo un buen libro tranquilamente en mi habitación de alquiler o viendo alguna película (En esa época, en la 2 de TVE ponían buenas películas en esas noches para contrarrestar los especiales de la TVE 1) No tuve éxito, porque mi pareja se negó en redondo a dejarme sola. No era por depresión, es simplemente que no sentía ningún atractivo por las fiestas. Vivía sola, mi ahora marido sólo era mi novio, y aún no había Peke... Una vez casada no me quedó mas remedio que reincorporarme a las tradiciones de la familia de mi pareja. Después de veinte años ya se han acostumbrado a mi falta de entusiasmo, pero reconozco que al menos no me obligan a representar un papel en la obra. Y la confianza con ellos es tan buena que incluso bromeo sobre sus horteras adornos luminosos.

Pero sigo pensando que estas fechas son en realidad el Juego del Amigo Invisible elevado a su máxima expresión, que con la excusa del nacimiento del hijo de un carpintero, los grandes almacenes han aprovechado para incitar el consumismo, ya no sólo de regalos a nuestros parientes, sino también el gasto extra en dulces típicamente navideños y cenas que en muchos casos descuadran los presupuestos. Me repatean los mensajes de paz y amor con los que te bombardean día y noche, cuando en el resto del año nadie mira a sus semejantes. A veces creo que son competiciones para demostrar quien es mas navideño y quien es capaz de reunir mas gente alrededor de una mesa.

Me consta que muchos supervivientes, los mas afortunados, pasarán su cena de nochebuena con aquellos representantes de su familia que les apoyen, pero la mayoría tendrán que elegir entre sentarse a la mesa de su agresor o cenar a solas. No es mi caso afortunadamente, porque yo he roto con mi familia biológica, pero se da la paradoja que muchas víctimas que están rompiendo su silencio y acusando a su abusador, cuando éste es un familiar, en estas fechas es precisamente cuando mas se les pide que “aguanten” su presencia como gesto de buena voluntad. Me viene a la mente el clásico comentario de: "¿Es que le vamos a dejar solo en Nochebuena?" ¡Por el amor de Dios! ¡Abusó de un niño! ¡Ha perdido ese derecho! ¿Y con las víctimas? ¿Quién va a tener un gesto con las víctimas de evitar la presencia de su abusador? Es como pedir a un judío rescatado de Auschwitz que celebre su cena equivalente a nuestra Nochebuena junto a uno de sus carceleros nazis.

No. Veo todo esto como algo hipócrita, y sigo sin saber si debo hacerle un regalo a mi suegra, o qué significa que ella me lo regale a mí. Se lo agradezco, pero realmente sigo sin entender el motivo. Hoy por hoy vivo estas fechas esperando pacientemente a que terminen, ignoro las demostraciones de efusividad navideña mas evidentes y procuro acostumbrar a los que me rodean a que no esperen de mí gestos de ninguna clase. Felicito las fiestas cuando lo siento en el corazón, porque sé que a la persona a la que se lo digo lo agradece realmente y respeto profundamente a aquellos cristianos que celebran el nacimiento de Jesús como parte de su fe. Pero no soporto todo lo que mueve alrededor. Y menos desde que dejé mi propia fe aparcada a la orilla de mi vida. No tengo problemas con Dios, pero sí con alguno de sus fans que te miran de soslayo cuando dices que no experimentas el espíritu navideño.

Reconozco que a ratos la efusividad de la gente me contagia sus deseos de buena voluntad e intento no ser demasiado negativa con las fechas. Ya no me deprimen ni me ponen de mal humor. Por el contrario, aprovecho sus argumentos a mi favor para recordarles que si realmente quieren ser buenas personas hagan algún gesto que perdure en el tiempo, que no caduque con las primeras nieves de enero. Y utilizo el sarcasmo y la ironía para destapar el punto de falsedad que en muchos casos muestran en sus celebraciones sin darse cuenta.

Hace poco leí a alguien recomendar a aquellos a los que la navidad trae malos recuerdos, o echan de menos a alguien importante, que conviertan estas fiestas en algo nuevo. Con nuevas tradiciones que podemos adquirir o reciclar viejas costumbres que nos gustaban pero adaptadas a otra simbología. Personalmente sigo sin decorar mi casa, lo veo como algo sin significado para mí. Pero si he procurado siempre no imponer mi criterio y adaptarme en la medida de lo posible sin perder mi perspectiva. El tema de los regalos me sigue pareciendo ajeno, y sólo los hago a los mas próximos a mí, mi marido y mi hijo, que son a los que realmente me apetece regalar algo si se presenta la ocasión y no siempre lo hago en esas fechas.

Cuando mi hijo era pequeño, alguien en el colegio le destapó la vedad sobre los Reyes Magos y me preguntó a mí si era cierto. Me parecía cruel devolverle a la mentira, porque creo que en el futuro le hubiese dolido mas, así que opté por “crear” un juego: Le conté que todo el mundo sabe quienes son los Reyes Magos, pero que todos jugamos a no saberlo. Que la Navidad anterior, por ejemplo, mi marido me había regalado un bolso que colocó amorosamente bajo el árbol cuando yo dormía, pero si alguien me pregunta dónde conseguí mi bolso, mi respuesta es y será siempre que me lo han traído los Reyes Magos. Le expliqué lo divertido y emocionante que es levantarse furtivamente la madrugada de la noche de Reyes a colocar todo lo que has escondido para que nadie descubra tus regalos. En la siguiente Navidad, a eso de las tres de la mañana, sentí pasos en el pasillo. Mi peke se acercaba al árbol de Navidad con sigilo para colocar dos paquetes que tuvo escondidos en su habitación. Yo conocía el contenido de uno de los paquetes: un cinturón de caballero que habíamos comprado mi hijo y yo el fin de semana anterior para regalárselo a su padre. Si le preguntas hoy, ese cinturón se lo han traído los Reyes. A mí me trajeron unos pendientes de plata.

Para mí ese juego, a pesar de su similitud, me gusta mucho mas que el del Amigo Invisible. Porque no hay nombres en papelitos, no me siento en la obligación de comportarme de manera distinta o regalar si no lo siento de corazón y no necesito que nadie sepa lo poco que me gusta la Navidad.


“No hay nada mas triste en este mundo que despertarse la mañana de Navidad y no ser un niño”
Erma Bombeck (1927-1996) Humorista norteamericana
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