Durante estos
últimos años he leído muchas historias de abusos, muchas. Unas más
explícitas, otras tan solo dibujaban su forma, su silueta, pero
todas las historias reflejan miedo, silencio, dolor, vergüenza,
culpa… y resignación. Resignación ante una situación
insostenible la mayoría de las veces, pero que de alguna manera
hemos conseguido mantener en equilibrio. Manteniendo la equidistancia
entre la abominación del abusador y nuestra cordura, con titánico
esfuerzo por nuestra parte en muchas ocasiones.
En
situaciones límite el hombre es capaz de soportar todo tipo de
vejaciones. Hay millones de ejemplos en la prensa diaria. Abusos de
poder, dictaduras, atentados, guerras, genocidios, catástrofes
naturales… los que lo ven desde fuera siempre piensan que ellos no
lo soportarían.
Yo no puedo ni imaginar cómo hubiera
sido convivir de manera habitual con dos o tres abusadores, como es
el caso de alguna superviviente que siempre ha sido consciente de
ello, haber sido prostituida desde mi infancia o haber vivido con mi
padre criando hijos-nietos para él. He conocido historias
desgarradoras, de niñas introducidas a la fuerza en coches de
extraños, abordadas en un ascensor o amenazadas en un parque
infantil a punta de navaja. He leído relatos espantosos como el de
una víctima a la que su madre le sujetaba la cabeza mientras su
padre la penetraba porque “el no tiene bastante conmigo,
compréndelo”. Creo que de haber vivido esas situaciones me hubiese
vuelto loca o me hubiese suicidado… o tal vez no. Nunca conocemos
nuestros límites hasta que no los rozamos y la capacidad de aguante
de nuestra psique es enorme.
Cuando los que desconocen
la realidad de los abusos leen mi blog se sorprenden. Muchos se han
dirigido a mí diciéndome que ellos no hubieran soportado pasar por
lo que yo pasé. Incluso alguna víctima me lo han dicho. Entre los
supervivientes es un denominador común. Tendemos a minimizar
nuestras historias personales quitándoles importancia, mientras nos
horrorizamos al conocer las de otros supervivientes. Y una vez pasada
la tormenta, cuando el sol vuelve a brillar, no nos parece que sea
para tanto, siempre y cuando no volvamos la vista atrás y veamos los
destrozos que el tornado ha dejado tras su paso por nuestra vida, si
es que queda algo en pié. Supongo que es una forma de asimilar lo
que nos ocurrió, uno de nuestros primeros recursos para afrontar lo
inafrontable. Restar importancia a los hechos, pensando que otros lo
han pasado peor, por lo tanto uno mismo no tiene derecho a
quejarse.
Y eso es un recurso que ahora todavía empleo
para sobrevivir. Resto importancia a lo que ocurrió. Cuando volví
con mis Padrinos en mi adolescencia, en mis Años Oscuros, revivía
los recuerdos y deseaba enterrarlos en el fondo de mi mente. Otras
veces dudaba de esos recuerdos, y pensaba que era una loca que sólo
imaginaba tortuosas escenas sin ninguna razón aparente. Pero de
alguna manera no era consciente de los daños y las consecuencias. Y
ya adulta, tras la Hibernación, apenas estoy empezando a reconocer
los daños que mi infancia me ha dejado. Pero aún le quito
importancia a mi propia historia, aún creo que no fue para tanto. Ya
he dicho alguna vez que jamás asocié mi comportamiento en los Años
Oscuros ni muchas de mis “rarezas” actuales a los abusos. Es algo
que estoy aprendiendo ahora.
Y me cuesta. Me cuesta
mucho verlo. Todavía hay días en que me levanto pensando que yo soy
así de rara, que no se trata de secuelas. Y cuando reconozco los
daños, entonces pienso en lo afortunada que he sido. Yo tuve a mi
Madrina, la mayoría de las víctimas no tuvieron a nadie. Yo tengo a
mi marido, muchas víctimas, tras sus abusos infantiles, les ha
costado encontrar una pareja estable, o han sufrido, o sufren mas
abusos y maltratos por parte de otros. A veces mi Monstruo me
recuerda que yo tuve suerte, mucha suerte y que no tengo derecho ni
siquiera a contar mi historia. Y me regaño a mi misma porque después
de todo no fue para tanto si he conseguido salir adelante. Incluso
cuando consigo ver la gravedad de los acontecimientos que ocurrían
detrás de la puerta de la calle, en las pocas ocasiones en las que
me “conecto” con mi pasado y soy consciente del horror de lo que
hizo mi padre, mi Monstruo me pregunta de manera abyecta porqué sigo
viva, porqué no me maté cuando ocurrió, o cuando lo recordé. Y
paso periodos en los que solo siento la necesidad de pedir perdón
por estar viva.
A veces me preguntan qué hice para
aguantar, cómo he mantenido la cordura, cómo es posible que me vean
así al conocer mi pasado. No lo sé, realmente no lo sé. En el
libro de “El coraje de sanar” se habla de honrar lo que hicimos
para sobrevivir. De los recursos que empleamos entonces para aguantar
lo que nos hacían y todo lo que conllevaba. Uno de esos recursos
para soportar los abusos es, como ya he dicho, restar importancia a
lo ocurrido. Otro es olvidarlos.
La capacidad de olvidar
es un estado muy habitual entre las víctimas. Ha sido el recurso
primitivo que nuestra mente ha utilizado para soportar los hechos. A
veces el lapsus de memoria es total y absoluto, y de repente un día
todo vuelve a tu mente dejándote una desesperación impresionante.
Porque en ese momento descubres que tienes una vida basada en una
mentira. En mi caso esa capacidad para olvidar ha sido relativa.
Siempre dije que lo recordaba todo pero llevo dos años en una
infernal máquina del tiempo que me devuelve trozos de película cada
cierto tiempo. Y está siendo demoledor porque empiezo a comprender
que mi mente ha utilizado recursos extremos para protegerme. El día
que supe que habían existido otros abusadores, me hundí porque no
los he recordado hasta ahora. ¿Por qué lo olvidé? ¿Cómo es
posible olvidar algo tan importante de tu pasado, algo que te ha
marcado tanto en la vida? ¿Es posible tener una laguna de memoria
tan profunda que ni siquiera recuerdes que lo has olvidado?
Tengo
entendido que es causado por la disociación. Hace mucho tiempo, leí
en un articulo que explicaba que se trata de una separación de todo
lo que concurre en una experiencia (pensamientos, emociones,
sensaciones, recuerdos, sentido de la identidad…) que normalmente
debería haberse asimilado todo junto. De forma que durante un
periodo de tiempo, ciertas informaciones que llegan a la mente no se
asocian o integran con otras como sucede en condiciones normales.
Automáticamente pensé: eso, eso es lo que yo hacía, disociarme,
separarme, como si tirase del cable del enchufe y desconectase. O
mejor dicho, cómo si me dividiese, como si me clonara como la
mitosis de una célula, pero sin que nadie se diera cuenta.
Lo
experimenté por primera vez con los manoseos de mi padre. En cuanto
estaba a solas con él, mi mente se apagaba como una vela, y me
dejaba llevar como una autómata, una muñeca de trapo que se deja
pinchar por las agujas sin quejarse, la marioneta rota del desván.
No recuerdo porque lo hacía, pero sé que fijaba mi vista en un
punto concreto y empezaba a cantar siempre la misma canción
infantil, como si de un mantra se tratara. Era como bajar las
persianas a la consciencia, poner paneles en las ventanas, como si
fuera una casa preparándose para el huracán. Y cuando terminaba,
simplemente me volvía a vestir y hacía como que no había pasado
nada. De alguna manera encajaba el hecho y seguía haciendo los
deberes, o sacaba un cuento de la estantería, o daba media vuelta y
seguía durmiendo, con una sensación de vacío eterno en mi interior
que terminó por volverse apatía. Al final del último año ya no
sentía nada cuando me quedaba sola. Absolutamente nada. No sentía,
no pensaba, no hablaba, no me movía… era como si hubiese entrado
en shock. Ahora, cuando intento rememorar los “después” siempre
me viene a la mente esas imágenes típicas de película del oeste,
el desierto de Sonora o el Death Valley, en el que se ve un plano
largo del paisaje seco, desértico, yermo, en el que el viento
arrastra un arbusto rodante y casi se puede sentir el calor abrasador
del sol… esa era mi mente al quedarme sola de nuevo. Sólo después,
en momentos concretos, me sentía mal, pero no porque recordase lo
ocurrido en sí, sino por el hecho de sentirme vacía, rota, sin
alegría. Recuerdo acurrucarme en mi cama y sentir que quería
desaparecer, disolverme como un azucarillo.
Leí a una
víctima que relataba que ella imaginaba un armario en el que
guardaba todo lo que le ocurría y cerraba con llave. Me parece una
imagen muy gráfica de lo que yo misma hacía. Mi proceso de
disociación ha sido tan extraordinario, que ya en los periodos de mi
infancia en que estaba con mis padrinos, jamás recordaba los abusos.
Ni siquiera cuando hablaba con mi madre por teléfono me venían
imágenes o pensamientos, era como si nunca hubiese ocurrido, la
separación era absoluta. Incluso cuando preparaba mi maleta para ir
a casa de mis padres, me preguntaba cuánto tardaría él en entrar
en mi habitación, pero era un pensamiento aséptico, sin temor
implícito, como algo que fastidia bastante, pero que no puedes
evitar. Creo que por eso nunca se lo conté a mis Padrinos. Creo que
hasta ahora no he sido realmente consciente de la gravedad de lo que
me hacía. Y a causa de esa disociación he olvidado muchas escenas
de esos abusos.
A medida que pasaban los años, esa
desconexión fue tan habitual, acabó siendo tan perfecta, que ahora
soy capaz de desafiar a cualquiera a conseguir que me hagan
cosquillas. Conozco a la perfección los mecanismos para apagar el
interruptor, para no sentir ni reaccionar ante ningún estimulo. Mi
fisioterapeuta, que me trata las contracturas musculares, siempre me
dice que le encanta trabajar conmigo porque me relajo de manera
asombrosa y puede manejar mi cuerpo con total libertad. Hace un par
de años me corté con un vaso, tuvieron que ponerme cuatro puntos de
sutura en la mano y no podían ponerme anestesia. Ni me enteré. El
mecanismo sigue igual de engrasado que el primer día.
Pero
a veces ese mecanismo de desdoblamiento, de desconexión, ha ido más
allá. Ahora soy consciente de que tengo periodos de ausencia que
duran varios minutos. Lo cierto es que ni siquiera sé cuando me
ocurre. Es como si diese saltos temporales: ahora son las ocho, ahora
son las ocho y diez, y el aceite esta humeando, o se ha incendiado la
sartén. A veces, cuando estoy sola en el trabajo, hablo en voz alta.
En alguna ocasión me he sorprendido a mí misma expresando en alto
mis pensamientos con gestos incluidos, y supongo que si alguien ha
cruzado la puerta del establecimiento en ese momento, me habrá
tildado de loca, porque ni yo misma sé el tiempo que duran esos
periodos de abstracción.
Otras veces me divido en dos
personas a la vez. Es difícil de explicar, pero cuando hablo con
alguien, cuando mantengo una conversación, a veces estoy ensimismada
observando sus manos, el dibujo de su camiseta o tengo la cabeza en
otro sitio, pensando en lo que ocurrió hace media hora o lo que
tengo que hacer mañana, y apenas atiendo a lo que me está diciendo.
Escucho sus palabras, asiento, incluso contesto con monosílabos o
frases cortas, pero es como si lo escuchara desde lejos, como si lo
oyera desde kilómetros de distancia. Y lo mas gracioso es que nadie
se da cuenta de ello. Sólo cuando pasan unos días y me recuerdan la
conversación, me doy cuenta de no recordar algún detalle que se me
comunicó entonces. Soy perfectamente consciente de ello, no es que
desconecte, pero es como un actor representando una comedia mientras
en su vida personal estuviera intentando superar un problema grave.
Su profesionalidad no se pone en duda, ningún asistente a la función
diría que ese personaje tan gracioso guarda debajo a una persona
preocupada o triste.
Creo que todo está relacionado con
la disociación que empleaba de niña. Restar importancia, olvidar,
desconectar o dividirme. Incluso negar que eso me afectó de alguna
manera. Pensar que lo que yo hice en mis años oscuros no era
producto de los abusos, sino que yo era una mala persona, una inepta,
desobediente y estúpida. Yo no era digna de confianza, era temeraria
en mis acciones y estaba loca. No asociaba de ninguna manera los
abusos con mi comportamiento porque además empecé a olvidar
detalles de mi infancia.
Ahora sé que muchísimas cosas
que me ocurrían de niña han desaparecido, a causa de esa
disociación, de mi mente consciente para volver sólo en mis
pesadillas. Pero lo que ha quedado en el recuerdo consciente, lo que
al principio me provocaba imágenes, pensamientos y sensaciones
recurrentes, que me hacían un daño insoportable, se ha ido
diluyendo, y ha acabado siendo como un dato estadístico, como si no
me hubiese ocurrido a mí. Como si solo hubiese sido testigo de los
hechos. Muchas veces pienso, hablo y escribo de mis abusos como si
contase algo de una amiga a la que le ha ocurrido.
Es
algo que estoy descubriendo ahora. Vivo la mayor parte del tiempo
desconectada de mis sentimientos. Sé que hay supervivientes que no
soportan ver en el cine o en televisión escenas violentas, sobretodo
violaciones a mujeres y daño a niños. A mi no me ha ocurrido casi
nunca. Tal vez cuando fui madre, cuando mi hijo era pequeño, tuve
una temporada en la que me afectó un poco ver lesiones de cualquier
tipo a los niños. Siempre pensé que era por el hecho de ser madre,
ahora ya no estoy tan segura. Porque nunca me han perturbado las
escenas violentas especialmente, de hecho soy muy aficionada a los
thriller y las películas de miedo o de acción con mucha violencia,
pero creo que ahora que me estoy “reconectando” empiezo a
experimentar mas, a sentir mas. Algunas películas me emocionan, a
pesar de conocerlas, y es como si las viese por primera vez.
Tengo
muy claro que en mi matrimonio él es el que da y yo la que recibo.
Dicen que hay gente que es feliz solo con dar su cariño. Supongo que
mi marido es uno de ellos. Porque yo me siento incapaz de demostrarle
apenas nada. Le quiero, o creo que le quiero, pero soy incapaz de
demostrárselo. No tengo ni idea de cómo se hace eso. Creo que soy
insensible a algunas manifestaciones de afecto.
De
hecho, no me gusta que me toquen. Y menos aún cuando tengo una
crisis o estoy enferma. Es cuando menos soporto a nadie. No me gusta
que me cuiden, me mimen, me traigan calditos. Quiero que me dejen
sola, con mi dolor. Que nadie ose molestarme porque suelo gastar muy
mal humor, y después me siento culpable de tratar así a la gente,
qué culpa tienen ellos… Supongo que es una reminiscencia del
pasado: yo me curaba mis propias heridas. Y ahora no soporto que se
refleje mi debilidad, mi fragilidad. Y por lo tanto nunca pido
ayuda.
No me gusta que me regalen nada en mi cumpleaños,
o me feliciten por el trabajo bien hecho. Me sorprende mucho cuando
alguien lo hace y no sé muy bien como agradecerlo. Y me siento una
egoísta egocentrista cuando no reacciono ante esas demostraciones de
cariño.
Es la mejor barrera que he conseguido levantar
alrededor de mi para sobrevivir: bloquear sentimientos. Los
sentimientos pueden mostrar debilidad, y yo no podía permitirme eso
por mas tiempo. Viví mi infancia con un cartel en la frente que
decía “ aprovéchate de mí, abusa de mí”. Cada vez que me
mostraba sensible, alguien se aprovechaba, y eso tenía que acabar.
He creado una coraza alrededor mío. No sé muy bien si para
protegerme de los demás, o para evitar que escape yo. Supongo que
hablar de mis abusos es también una forma de mostrar sentimientos,
por lo tanto siempre he creído más seguro no hacerlo, para no ser
vulnerable, y ahora me es muy difícil contar algo sin que el llanto
me venza. Me cuesta hablar de viva voz de mis abusos a no ser que
desconecte previamente una parte de mí.
Ahora, cuando
le cuento a alguien o tengo las sesiones con mi psicólogo, si me
desconecto de mis sentimientos y hablo con frialdad de mis abusos,
tengo a mi Monstruo sentado ante mí con un altavoz junto a mi oído
que me repite una y otra vez: ¡Mentirosa, traidora, falsa. Todo es
producto de tu imaginación, y has conseguido engañar a todos! Creo
que es por esa desconexión. De alguna manera mi mente juega al
escondite conmigo, y a veces si al recordar no percibo mis
sentimientos en ese momento, entonces pienso en que no es
cierto.
Porque el único sentimiento que nunca he
conseguido controlar es el dolor del alma, mi propio dolor. Y ante
eso mi único recurso es desconectar esos sentimientos. O ocultarlos
al mundo. Aún me siento vulnerable si demuestro mi tristeza. Cuando
me siento mal me dejo caer en el llanto, pero eso sí, a escondidas.
No dejo que nadie me vea llorar. Me encierro en el baño o en mi
rincón intelectual, con la música a todo volumen por los
auriculares, y me abandono. Me dejo llevar por el dolor, me centro en
él, casi me regodeo. Si no se trata de un recuerdo nuevo, suelo
estar uno o dos días cerrada con mi Monstruo, dándole de comer,
alimentando su ego. Sus efectos pueden durar días pero tras la
primera inyección de dolor la insensibilización vuelve y aunque los
sentimientos que me infunde pueden durarme varios días, (como
culparme por algo que creo haber hecho o verme horrible), después me
pongo la careta y soy una gran actriz. Los clientes siempre me
agradecen mi amabilidad. A veces creo que me he creado una máscara
para mostrar al mundo, que muestra tan solo una parte incompleta de
mí, falsa, ocultando la realidad.
Porque es entonces
cuando entra en juego la dualidad. Una dualidad impresionante. Cuando
estoy mal soy más sarcástica. Si alguien bromea conmigo sigo la
broma, me vuelvo más mordaz si cabe, y me río. Me río a carcajadas
mientras me desangro por dentro. Y en el momento en que me quedo
sola, descargo todo mi dolor en el llanto. Y cada vez que finjo, cada
vez que pongo buena cara, cada vez que disimulo, el dolor se
intensifica, profundiza y quiebra mi alma como un cristal. Es como
llevar una careta, una máscara veneciana que tuviera cuchillas en su
cara interna.
Nunca hice terapia hasta ahora. Mi mente
se ha fortalecido a base de callos, de durezas, de capas creadas con
los años para proteger las heridas más vulnerables de mis
recuerdos. Mi mente ha entrelazado toda una red de telarañas que he
usado para defenderme del mundo y de mí misma. He tejido una malla
que se ha ido acoplando a las inclemencias del tiempo, y que aún hoy
utilizo como único vínculo con el mundo exterior. Una malla
elástica que sigue adaptándose a todo.
"No
te establezcas en una forma, adáptala y construye la tuya propia, y
déjala crecer, sé como el agua… El agua puede fluir o puede
golpear. Sé agua amigo mío".
Bruce lee (1940 –
1973) luchador de artes marciales, actor y filósofo estadounidense.
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