Axel Piskulic: El perdón
Cada vez que nos enojamos con alguien, cada vez que nos sentimos víctimas de una ofensa o agresión, “sabemos” que fuimos tratados de una manera injusta o desconsiderada, que no hemos recibido el trato que nos merecemos. Ese maltrato nos provoca una “razonable” sensación de enojo o disgusto, y en ese punto frecuentemente reclamamos (o al menos nos sentimos con derecho a recibir) algún tipo de reparación de parte del agresor, o aunque más no sea una disculpa, es decir, el reconocimiento de que efectivamente fuimos maltratados.
Muchas veces comentamos estos incidentes con nuestros amigos. Se los contamos, lógicamente, tal como los hemos percibido, es decir, mostrándolas con claridad lo injustos que han sido con nosotros. Ellos, naturalmente, suelen darnos la razón porque todos compartimos la misma manera de interpretar estas situaciones.
Hoy quisiera proponerte una interpretación nueva acerca de qué es realmente una ofensa, cuál es el verdadero significado del enojo que nos provoca y, finalmente, qué es el perdón y cómo se puede alcanzar.
Ante todo, te invito a recordar situaciones que te han causado dolor y en las que te resulta difícil perdonar, pero que objetivamente no hayan sido muy graves, que no hayan provocado “daños irreparables”. Te pido esto sólo para facilitar la exposición y la aceptación de estas nuevas ideas; luego, revisando situaciones “más serias”, podrás comprobar si realmente son de validez universal.
Veamos: algunas veces nos resulta muy sencillo perdonar, incluso en circunstancias en las que sabemos que otras personas no pueden hacerlo. Y otras veces somos nosotros los que no perdonamos ni aún intentándolo sinceramente. Esto nos permite concluir que para que haya verdadero enojo no basta con que la situación que lo provoca tenga determinadas características; es necesario además que el que la percibe tenga “algo”, “algo” que lo hace reaccionar con enojo. Más aún, quienes no tienen ese “algo”, pueden presenciar o verse envueltos en situaciones que nos enojan, pero sin sentirse afectados en absoluto.
Bien. Pero entonces, ¿qué es ese misterioso “algo” que previamente debemos tener en nosotros para que una determinada situación o persona nos resulte tan irritante como para hacernos enojar?
Tal vez ya conozcas la respuesta a esta pregunta. Probablemente ya la hayas escuchado alguna vez. Pero no es frecuente que la gente la acepte y que saque provecho de ese conocimiento en su vida cotidiana. Entre otras cosas porque contradice el “sentido común”, y también porque niega la legitimidad de algunas de nuestras emociones más arraigadas, de las que habitualmente no desconfiamos.
Lo que nos enoja de cierta actitud de alguien o lo que nos molesta de una determinada situación que nos toca enfrentar, es que nos muestran, tal como si fueran un espejo, un rasgo o un conflicto que en realidad son nuestros, que forman parte de nuestro mundo interior.
La situación o la persona que nos enojan, recrean frente a nosotros una característica propia, de nuestra personalidad. Pero no una característica cualquiera, sino una con la que no estamos conformes, que nos resulta especialmente desagradable y a la que combatimos en nosotros mismos. Este proceso por el cual vemos “afuera” rasgos o conflictos que llevamos “adentro” se conoce como proyección, pero no es precisamente algo nuevo.
La novedad es que podemos sacar provecho de estas situaciones o personas que tanto nos afectan, porque nos permiten descubrir aquellas características nuestras que nos disgustan profundamente o aquellas actitudes injustas o desconsideradas que tenemos hacia nosotros mismos y que tanto dolor nos provocan.
Siempre, sin excepciones, lo que nos disgusta ver “afuera” tiene su equivalente en nuestro mundo interno, donde no podemos verlo fácilmente. Y si odiamos eso que vemos afuera, también odiamos a esa parte nuestra a la que tanto se parece.
Y para reconciliarnos con nosotros mismos, para aceptarnos, para querernos, es necesario que conozcamos estas características que consideramos negativas, que entendamos que corresponden a un cierto estado de evolución o de aprendizaje en el que nos encontramos en este momento, que las aceptemos con tolerancia y comprensión, y que nos amemos profundamente aún teniéndolas, de la misma manera en que nos resulta muy fácil amar a un niño aunque, lógicamente, también él tenga que completar su evolución y aunque todavía le queden muchas cosas por aprender.
Comprendido este proceso, identificado el verdadero origen de nuestro enojo, ya no resulta posible sostenerlo por mucho tiempo. Tenemos por delante, entonces, un nuevo desafío, mucho más estimulante que el de combatir (sin posibilidad de éxito) contra la realidad, y mucho más agradable que el de tratar de obligar a los demás a que se ajusten a nuestras exigencias. Es el desafío de amarnos, de amarnos incondicionalmente.
Y perdonar, entonces, es muy fácil. Es la lógica consecuencia de comprender que nunca existió la ofensa que habíamos percibido. Que el dolor experimentado era real, sí, pero que la herida nos la habíamos infringido nosotros mismos, mucho tiempo atrás.
Por último, me permito recomendarte un libro que trata exclusivamente del mecanismo de la proyección, pero con un enfoque de carácter espiritual, más que psicológico. Se titula “Espejos”, de Nicole Dumont, y está colmado de información valiosa y de ejemplos esclarecedores. Pero más que sugerirte que te compres un libro y que lo leas, te aliento a que te comprometas firmemente a aceptarte, a quererte y a cuidarte. Y entonces todas las experiencias y todos los recursos necesarios para tu aprendizaje simplemente irán a tu encuentro. ¡Buena suerte!
Miguel Adame Vázquez
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