El mar estaba ondulado. Creaba valles y montes que alcanzaban gran altura, pero sin crestas blancas. El sol se había ocultado tras las nubes y el cielo había quedado forrado con un toldo translúcido que atenuaba el día en tonos apagados, grises.
No hacía frio, pero la brisa marina era fresca y desde lo alto del acantilado podía ver casi hasta el horizonte las grandes olas que ondulaban la superficie marina como si fuera una manta bajo la cual se movieran ejércitos de serpientes hacia el muro vertical.
Volví a mirar abajo y calculé la altura. cincuenta metros, tal vez más. Allí las serpientes se desintegraban en espuma, golpeando violentamente contra las rocas.
Cuando el retroceso del agua lo permitía podía apreciar grandes pedruscos desperdigados ante la base de la pared, como si mirase desde lo alto la fosa de un castillo en ruinas donde un niño gigante hubiese derribado sus bloques de juguete. Entonces volvió. Aquella imagen con la que llevaba días -años- luchando por extirpar regresó a mi mente golpeando con toda su fuerza. Surgió ante mí como un espectro y trajo consigo todas las sensaciones, toda la tristeza, todo el miedo y todo el dolor que había experimentado cuando sucedió en el pasado.
Pero siempre era ligeramente diferente, algo estaba fuera de lugar. Yo estaba fuera de lugar. Me veía a mí misma, en mi recuerdo, como si estuviese fuera de mi cuerpo, como un simple espectador, como si presenciara la escena desde lo alto y le veía. Le veía acercarse a mi cama, cuando yo estaba acurrucada haciéndome la dormida. Le veía “despertarme” en completo silencio y apartar la ropa de mi cama para poder sacarme de ella con facilidad. Yo me veía muy, muy pequeña, tendría unos cuatro o cinco años. Le veía arrastrarme suavemente por las piernas hacia el borde del colchón mientras él se agachaba. Le veía quitarme las braguitas y abrirme, admirando mi sexo limpio, infantil.
Le veía sujetarse el pene erecto y acercarlo a mi vulva, en cuclillas, apoyando la otra mano sobre la cama para mantener el equilibrio. En ese momento me percataba de que el canalla había entrado en mi habitación desnudo en su parte de abajo, sólo con la camisa del pijama. Después se incorporaba un poco y se colocaba sobre mí, la cadena de su cuello besaba mi frente. Deslizaba el glande a lo largo de mis labios genitales, arriba y abajo, durante un rato y después notaba que se detenía brevemente en la entrada de la vagina y a veces empujaba un poco.
La escena no es de un momento concreto. Lo hizo así varias veces. En muchas ocasiones me metía previamente los dedos. Después empujaba ligeramente, con cuidado, midiendo la resistencia del orificio, creo que calculando para evitar desgarros. Nunca me rasgó. Al menos yo no tengo el más mínimo recuerdo. O eso creí durante muchos años. Creo que no me desgarraba, pero una vez sangré. Estaba orinando cuando vi mis braguitas manchadas. Mi hermana me las tiró a la basura y dijo que era la regla. ¿es posible que una niña de seis años tenga la regla? Tardé mucho tiempo en comprender realmente el alcance de lo que me hizo, el riesgo al que me expuso.
No, no hubo grandes desgarros, pero por entonces, con cinco o seis años, yo no sabía nada de eso. Yo sólo sentía. Sentía una sensación de “peso” en las tripas cuando mi padre me tocaba con la puntita de su cosa ahí, por donde se hace pipí. Era una sensación rara, algo incómoda, pero tal vez soportable. Me hacía sentir extraño, pero a veces me gustaba. Con todo el dolor de mi corazón, confieso que me gustaba. ¡Dios, aún siento remordimientos!
Lo que me daba más miedo era cuando él se detenía en la entrada de mi vagina. En ese momento la mezcla de placer y turbación que pudiera estar experimentando desaparecía de golpe. Porque cuando empujaba el dolor era agudo y ascendía por mi interior como calambres. Y el pequeño miedo, el tímido temor que sentía empezaba a crecer, a hacerse mas grande, a transformarse en Pánico. Pánico a que me rompiera. Ignoraba si eso era posible, pero una parte de mí tenía pánico a que me desgajara. Entonces sí que lloraba y gritaba. Los alaridos retumbaban en mi cabeza como petardos dentro de un contenedor. Gritos de miedo. Pero sólo ahí, en mi cabeza. Porque jamás lloré delante de él. Jamás grité en su presencia. Me imponía tal respeto, me infundía tanto miedo que jamás me atreví a demostrar mi dolor ante él.
Todavía me faltaban aún siete u ocho años para descubrir el verdadero dolor, el verdadero espanto de una penetración completa, pero en esos momentos ese era el techo de dolor y miedo que creía que podía soportar, o tal vez en mi memoria el sufrimiento se multiplica o se mezcla con el dolor que sentía con trece años mientras me violaba, porque en aquel acantilado el recuerdo se hizo tan presente que un dolor agudo me atravesó como si me hubieran atravesado con una estaca desde abajo. Eso me hizo tambalear, me doblé agarrándome el vientre intentando paliar los terribles dolores que me recorrían el abdomen y con un terror creciente en mi interior.
En ese instante miré hacia abajo, mientras me arrodillaba sobre las rocas, y quedé hipnotizada por el abismo que se abría ante mí. De repente me sentí absolutamente atraída por el vacío. Como si una voz del más allá me susurrase que me entregara, que me dejase llevar. Allí abajo ya no había tristeza, no había dolor, no había miedo. Allá abajo ya no había herida. Sólo tenía que dejarme caer…
El aullido de uno de los bufones de las cuevas kársticas que había cerca me devolvió a la realidad. De nuevo sentí el suelo bajo mis manos, bajo mis rodillas, haciéndome consciente de dónde estaba. Pero el recuerdo seguía ahí, como si mirara un trasluz. Seguía sintiendo peso en el estómago y calor en mi sexo, y seguía notando como si algo invisible intentara abrirse paso a través de mi vagina, y seguía el dolor. Un dolor intenso y fuerte, pero inmaterial. Un dolor que mi mente reproducía a pesar de ser una reminiscencia del pasado. Un dolor que no era por el daño físico, sino por el daño espiritual. Era dolor en el alma. Era como quemarse por dentro, desgarrando la voluntad.
Me di cuenta de que a varias decenas de metros no había gente. No veía a nadie a mi alrededor y por lo tanto no había nadie que pudiera verme u oírme. Grité. Al principio fue poco más que un lamento emitido en voz alta casi sin querer. Pero mi subconsciente creo que se dio cuenta de que podía quejarme, podía gritar, podía llorar sin miedo porque nadie estaba cerca, porque él no estaba allí, y a medida que fui consciente de ello, los lamentos empezaron a ser más altos, más largos, las lagrimas empezaron a surgir y entonces me descargué.
Aún no se como llamarlo: dolor, ira, rabia, energía, espíritu, esencia, fuerza, poder… Ni siquiera sabía que estaba allí. Empezó a crecer en un punto cercano al estómago y aumentó de tamaño hasta sentirme invadida por él. lo sentí, casi pude ver como me envolvía, como me oprimía haciéndome daño y entonces tomé aire, y grité.
Grité hasta quedarme sin aliento, me vacié. Chillé y toda la energía, toda la rabia, todo el dolor salieron y se alejaron de mí como una onda expansiva. Grité con tanta fuerza que dos gaviotas que estaban sobre las rocas levantaron el vuelo asustadas. Las vi alzarse y volar a mi altura, después me sobrevolaron. Y como una señal divina, con el vuelo de aquella pareja de gaviotas, el recuerdo desapareció.
No es que se hubiera borrado de mi memoria. Simplemente me hice consciente de que aquello había pasado hacía mucho, mucho tiempo, y el dolor había sido tan intenso que aún lo guardaba dentro. Aquel grito lo hizo salir y después me sentí totalmente vacía, sin dolor, sin miedo, pero desamparada. ¿Cómo es posible que él me hubiera hecho eso desde que recuerdo? ¿Cómo es posible que él hubiera sido capaz de excitar mi cuerpo sin mi consentimiento? ¿ cómo es posible que mi padre me hubiera invadido de aquella manera tan abyecta? ¡¡¡Sólo era una niña, por el amor de Dios!!! ¿Cómo es posible?
Me invadió una inmensa tristeza, y empecé a llorar desconsolada. Me dejé llevar por el llanto, ahogando en un suspiro un último insulto para mi padre: “…hijo de puta…”.
Recuerdo el acantilado, lo visito muchas veces. Pero no recuerdo cuándo me asomé al abismo; seis, ocho años, no lo sé. No recuerdo lo que ocasionó aquella retrospección, pero si sé que era un recuerdo recurrente que se ha repetido en numerosas ocasiones. En mis años oscuros, cuando el flashback regresaba no era capaz de colocarlo en una línea temporal, y me sentía desorientada. Llegue a pensar que me imaginaba cosas, que estaba loca. Ya no sabía qué pertenecía a una época y qué pertenecía a otra. Y estaba obsesionada con colocar todos mis recuerdos, en su sitio, en su tiempo concreto. Era como jugar al Tetris. Llegaba un recuerdo y lo colocaba, y a continuación entraba otro que intentaba encajar con lo que ya había. Hasta que llegaba un momento en que ya no tenía espacio para girar las piezas, y borrar líneas.
A veces creía que era del día que me violó por primera vez, con doce o trece años. En otras ocasiones rememoraba mejor la escena completa, y entonces me hundía, porque al darme cuenta de que ya intentó penetrarme mucho antes, me hacía sentir aún peor. Me daba la imagen de que yo no era nadie, no era nada. Sólo su juguete. Una marioneta que manejaba a su antojo, cuando él disponía. Una muñeca con la que satisfacer su sexo para luego abandonar hasta la próxima vez. Yo no tenía más usos. Jamás me preguntó por mis notas. Jamás me aconsejó en nada. Jamás me enseñó nada de lo que se supone que enseña un padre. Jamás me dijo -te quiero-. Juro por lo más sagrado que si lo hizo yo no tengo ni el más mínimo recuerdo. Yo solo era una objeto de usar y tirar. cuando él quisiera.
Y lo mas siniestro de todo, es que ni yo misma me daba cuenta de eso. No me sentía utilizada, porque para mí no existía otra cosa. Yo era de usar y tirar porque no había nada más. Por lo tanto, no puedes añorar lo que desconoces. Sólo cuando volvía con mis Padrinos, empezaba a vislumbrar que había algo más. Pero hasta que no inicié la rehabilitación no lo he visto con claridad.
Ese recuerdo resumía en parte todo eso. El dolor que me provocaba era de alguna manera por el descubrimiento de conocer que yo no era nada. Sólo el cajón de los juguetes de un degenerado, que abría para desordenar aún más y después cerraba a su antojo. Sólo un mueble. La escena revelaba a mi subconsciente que yo, de niña, estaba muerta, encerrada en la oscuridad, pero hasta que no me asomé a aquel abismo no salí a la luz. Y he tardado tanto en verlo, He tardado tanto en ver lo destructivo que fue conmigo, he tardado tanto en abrir los ojos…
Desde niña, el instante, el momento en que mi padre empujaba, intentando entrar en mí, invadiéndome, era una imagen que me doblaba, me descolocaba, me provocaba enormes calambres en el útero y por supuesto me destrozaba psíquicamente. Desde ese día, junto al precipicio, no recuerdo haber vuelto a tener esa retrospección. Mantengo el recuerdo. Sé que es indeterminado, que no tiene fecha, y que tampoco importa mucho cuando ocurriera. Pero ya no me daña. Ya soy capaz de mirarlo a la cara, de escribir sobre él sin sentir mas que una pequeña molestia, como un peso añadido al estómago, que en cuanto cierre el ordenador, y me siente a ver una película, se irá desvaneciendo y volviendo a su lugar en mi mente.
En aquel acantilado dejé caer un gran peso que me lastraba, dejando que el agua lo purificase. No ha sido el primer lastre del que me he desecho. Tampoco es el último. Aún queda mucho peso muerto. Pero ahora, por fin mi castillo esta más ordenado. Por fin mi monstruo no escapa con tanta facilidad y me destroza los muebles. Por fin duermo por las noches. Por fin vivo durante el día.
“Cuando bordeamos un abismo y la noche es tenebrosa, el jinete sabio suelta las riendas y se entrega al instinto del caballo.”
Armando Palacio Valdés. (1853 – 1938) Escritor y crítico español.
http://nemesisenelaverno.blogspot.com/
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