lunes, 9 de julio de 2012

Dignidad y respeto (sobre ética del cuidado y medios de comunicación)


PAÍS: CHILE

Este sábado revisé una nota que sabía publicaría un diario Santiaguino sobre el abuso sexual infantil. Expliqué al periodista –como he hecho siempre, antes de cualquier participación pública- que era sumamente importante el cuidado con el texto, las palabras; que uno jamás podía olvidar que del otro lado de un periódico siempre podía haber víctimas y sobrevivientes de abuso sexual, o sus familias. Que no da igual la elección del lenguaje, o su tono.

Veo la nota de hoy, mi nombre, y el encabezado “violada por su padre durante la niñez” y enmudecí. Mil imágenes, sensaciones. Parálisis del habla. Por mucho rato. Hasta ahora.
¿No me habré expresado claramente; o tal vez sí lo hice, como suelo hacer, y lo que ocurre es que hubo una omisión intencionada -quizás no del periodista, pero de algún editor- del criterio ético de cuidado con las palabras? Hay precisiones y rangos de elección: pudo haber utilizado el término “abusada sexualmente por…”, o “sobreviviente de abuso sexual infantil e incesto”. Eso habría sido más exacto, y más considerado. He insistido en ello decenas de veces, y especialmente en tiempos como el actual, cuando se habla de niños y niñas que han vivido la experiencia muy recientemente; cuando hay papás y mamás que apenas comienzan a asumir sus duelos.

Yo no temo mirar ciertas verdades, aun cuando siempre corra el riesgo de activar recuerdos difíciles. Pero sí condeno y me resisto al sensacionalismo o intención de impactar que tienen palabras como “violación”. Y definitivamente me merece reproche la ausencia de empatía. Mi hija mayor lee esa entrevista, mi marido, gente que me quiere y a la que se le aprieta el corazón recordando de dónde viene uno. Pensando en ellos, definí un período de trabajo que llegaba solo hasta mis 45 años (queda poco para ello). Pensando en ellos, sobre todo en mi hija, es que surge esta reflexión por escrito.

Desde la publicación de “Agua Fresca en los Espejos”, por 6 años casi, he llevado un compromiso para aportar a la conversación sobre abuso sexual infantil en Chile. Han sido años de ir estableciendo un tono también, un rigor en el cuidado y el respeto para tratar el tema. Hubo muchos que me señalaron que habría sido más rápido conseguir respuesta y resultados, si hubiese recurrido a otros métodos. Pero elegí el camino lento, persistente, afinado con la delicadeza y dignidad que para mí merece el tema. Una forma de caminar, también, que es más coherente conmigo. Todo ha tomado tiempo. Todo.
Yo escribí un libro en las postrimerías de mi sanación. No era por mí. Podría haber escrito de muchas cosas para iniciar un camino literario que por años, pese a ofertas editoriales en Chile y EEUU, había pospuesto en favor de mi primera maternidad. Si nació Agua Fresca en los Espejos fue porque podía tener valor de grano de arena, de incentivo a mirar y conversar sobre la sombra. Luego alumbrar, dar a luz algo nuevo.

Mi hija grande me alentó en el convencimiento de que las voces cambian historias, o crean un efecto dominó y círculos virtuosos donde otros, especialmente los niños que vienen, podían quizás ser mejor contenidos y cuidados. El abuso sexual cobra y dilapida vidas gracias al silencio. Si alguien habla, y luego alguien más, se va conformando un coro que logra al fin ser escuchado.

Quienes hemos compartido o bien develado públicamente la verdad sobre experiencias de abuso vividos durante nuestras infancias y adolescencias (y a veces cruzando hasta la adultez), no buscábamos nada, NADA, excepto contribuir a ese coro: una voz colectiva, despierta, que pidiera (y suplicara a veces) que por favor no siguiéramos callando, omitiendo, siendo cómplices de tantos daños. Que las nuevas generaciones no tuvieran que pasar jamás por lo mismo que nosotros conocimos de cerca y, que por el más largo de los tiempos, creímos era motivo de vergüenza, culpa, perdón, o simplemente más silencio. Lo reitero una y otra vez: el abuso es la vergüenza; un país que demora. Jamás las víctimas de abuso (por más estigmas y mitos que todavía existan y que poco a poco se irán disolviendo). Ni por un solo segundo.

Hoy, ese coro tiene mucho que decir y sigue creciendo con mujeres y hombres que en Chile, y en muchas otras latitudes, se reconocen parte de una experiencia, de un camino, de una tribu acaso, que aprendió en el sufrimiento, que regresó al curso normal de la vida con resiliencia y con amor, que no ha perdido esperanza en que las cosas mejoren para los niños de hoy, o los que aún ni nacen. Pero la voluntad es dentro de perímetros de humana dignidad, de espíritu constructivo. Nadie quiere ahondar llagas ni cicatrices, ni ver a sus familias expuestas por las elecciones que nosotros hemos realizado.

La semana pasada, dentro del marco de una campaña por la ética del Cuidado y la prevención, concurrieron personas de ese coro adulto al que señalaba, para hablar del cuidado. Todos sabemos que son sobrevivientes de abuso sexual infantil, o juvenil; experiencias largas, sostenidas en el tiempo, que asimismo ha tomado largo tiempo reparar. Pero solo querían hablar del cuidado, la prevención, el presente y el futuro por sobre el pasado que tiene valor de aprendizaje, pero ya fue. Lo que es y lo que viene es lo que importa.
Pensaba en estas personas queridas y el tono de lo que hicimos apenas una semana atrás (pronto será compartido), mientras leía el periódico. Pensaba en las estudiantes de periodismo de dos universidades, que esta semana cubrieron el tema en trabajos para sus cátedras y me pidieron acompañarlas. Trataron el tema centradas en los derechos de los niños, en el valor de la resiliencia y el cuidado. Y recordaba a personas de radio, televisión y también de medios escritos, que han sido atentos y despiertos en la conducción de conversaciones arduas donde, no obstante, ha habido respeto y absoluta distancia de la pirotecnia dolorida de palabras y tonos entrejidos en “ultrajes y violaciones”.

La intención del reportaje de hoy fue benéfica, no cabe duda y ahí querría quedarme. Pero soy humana no más. Mis ojos vuelven una y otra vez al lamentable encabezado y ya no son palabras, sino una daga: irresponsable, descuidada, o quizás puesta ahí a plena consciencia, por algún motivo que no logro comprender (¿sensibilizar? ¿alertar?… hay otras formas).

Esta mañana preciosa y soleada, de rutinas adorables de familia, debería ser capaz de suavizar y derrotar lo sombrío, pero no está siendo fácil. Escribo con ganas de volar lejos, de volverme a mi hogar en el bosque allá en el norte de la Tierra, o de simplemente retirar los diarios de todos los kioskos como si eso exorcizara, en alguna dimensión sutil, la presencia de lo violento. Y no hablo tanto del fantasma de un padre muerto, sino de la incursión por la fuerza del recuerdo del daño, a manos de prójimos vivos.

Si algo es claro, es que siempre queda camino para aprender, todos. Esta conversación sobre el abuso y el cuidado es más, mucho más, que los hechos, estadísticas y los contenidos; es también, todo el tiempo, sobre nuestra humanidad, nuestras fragilidades, nuestros recursos, compasiones y esperanzas. Cuidarnos, en lo grueso de la vida, y también en los pequeños detalles que nunca son tan pequeños en realidad.



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