martes, 17 de enero de 2012

“Si quieres conocer a Dios, no lo busques en el cielo. Búscalo en las personas.” Sifilita.


Me considero agnóstica. Supongo que muchos lo criticarán como la postura más cómoda. La equidistancia entre los creyentes y los ateos. 

Los creyentes me reprocharán que creo en algo superior sin la obligación de la obediencia y el sacrificio por ese “dios”. Los ateos considerarán que mi postura es un tanto infantil por creer que alguien o algo va a arreglar mi vida con un simple movimiento de manos. 

Lo cierto es que me considero agnóstica porque en realidad paso mi vida basculando mi criterio entre uno y otro extremo. 

Hay días en que me levanto “atea”, pensando que sería muy injusto que existiera alguien más, que manejase los hilos a su antojo, como si de un director de cine o un autor de novelas se tratase, que presenta a sus personajes con crueldad en su historia, permitiendo inundarlos de maldad o dolor, según el caso. A veces digo que si Dios existiera, le encantarían los culebrones. 

Otras veces me levanto más “creyente” porque a pesar de todo, a pesar de la dura infancia que me tocó, no puedo creer que haya tenido tanta suerte, y pienso que después de todo Dios vela por mí allá arriba. 

Y hay días en que me levanto admirando y agradeciendo el trabajo de alguien o algo -los dioses olímpicos, el azar, los extraterrestres, la naturaleza, o simplemente el destino- que re colocó las cosas a mi favor para poder reparar de alguna manera las atrocidades de mi infancia.


Yo tuve fortuna con mi vida. Jamás he renegado de todo mi pasado porque siempre ha habido compensaciones. Por ejemplo mi pareja actual, mi marido. En mis años oscuros tuve varias parejas mal tratadoras y abusadoras, que se aprovecharon de mí en el mas amplio sentido del término. Pero mi marido se ha mantenido firme luchando incluso contra mí, que utilicé todos mis esfuerzos por apartarle de mi lado, y me ha dado un hijo que es una joya. Tuve suerte de no acabar, como he visto muchas veces, sola con un bebé, enganchada a la heroína y viviendo literalmente en la calle. Rocé ese abismo en varias ocasiones, nunca llegué a saltar. 

Pero la autentica y verdadera carambola, el premio gordo, lo obtuve en mi mas tierna infancia. Mis padres son de clase social muy baja. Recuerdo de niña, que no había nevera, ni lavadora y la cocina de carbón servía para hacer la comida y calentar la pequeña vivienda. Una radio era casi toda la tecnología que se podían permitir. Recuerdo que mi madre me contó que yo era muy pequeña cuando papá se presentó en casa con una televisión como pago por pintar un piso del centro de la ciudad, una pequeñita en blanco y negro donde yo veía a los hermanos Mal asombra. Esos son los primeros recuerdos que tengo. Después, con los años llegó una lavadora manual, que ahora sería una reliquia de museo, porque tan solo era un tambor de forma cilíndrica, dispuesto en vertical y con una hélice central que hacía remover la ropa y centrifugara. Mi madre tenía que seguir dejándose las manos frotando las sábanas. Y después la nevera y otra televisión en blanco y negro un poco mas grande, porque la televisión en color no llegó hasta que yo no tuve trece años. Lo recuerdo porque fue mi regalo por guardar silencio. Ya he contado que el cuarto de baño de mis padres tenía una pequeña bañera, de esas de escalón, que no funcionaba y en el hueco guardaba mi padre todas las herramientas de su trabajo como pintor de brocha gorda y escayolista. Yo no he visto ese baño arreglado y funcionando hasta que no volví con 20 años a vivir allí. 

En cambio en el hogar de mis Padrinos, a falta de un cuarto de baño, había tres. El grande para las “mujeres” de la casa, otro que utilizaban mayormente el hermano y el padre de mi Madrina y un tercero que utilizaba la chica del servicio domestico que vivía allí. Siempre estuvo la tele del salón, del tamaño de la boca de una chimenea, en color traída de Alemania, muchos años antes de que los aparatos con mando a distancia se vendieran de manera habitual y aquella televisión ya lo tenía. En ella veía que los trajes grises de los payasos de la tele en realidad eran rojos. En la cocina había nevera con congelador de 4 estrellas, lavadora automática, batidora, lavaplatos… en una casa enorme en la que recuerdo perderme un día que salí del office, no sabía por dónde se iba a mi habitación. Hablo de finales de los 60`y la década de los 70`. 

He tenido el privilegio de recibir una buena educación. Me han enviado a los colegios más prestigiosos, y me he sentado a la mesa con comensales ilustres. Me he vestido con ropa de muy buena calidad y he calzado los mejores zapatos. Todo gracias a mis padrinos. Mis padres jamás se lo hubieran podido permitir. Las diferencias económicas y sociales eran palpables. 

Dicho todo esto no quisiera dejar la impresión de que lo importante eran esas diferencias económicas. No voy a dar lecciones de humanidad a nadie. No voy a levantar un canto por la igualdad de los hombres y mujeres del mundo. Ni siquiera voy a hacer un manifiesto a favor de la pobreza y en contra de los ricos. Dejo esas consideraciones a aquellos que tengan inquietudes políticas. Tan solo quiero dejar clara una realidad: Mis padrinos no son mi familia. En circunstancias normales nunca me hubiera cruzado con ellos. Un rey sólo sienta en su mesa a un mendigo en los cuentos. ¿Fruto del azar o intervención divina? 

De niña creía mucho en Dios. En casa, tanto en la biológica como en la adoptiva son creyentes católicos y yo fui educada bajo sus creencias. Pero siempre hubo muchas diferencias de criterio. 

Para empezar, yo he estado en 12 colegios distintos en mi etapa de E.G.B. (el equivalente a la actual educación primaria, entre los 6 y los 14 años) Por razones obvias, en varias ocasiones empezaba el curso escolar en un centro y lo terminaba en otro totalmente distinto, y nunca repetía curso en la misma institución. Y dependiendo de las circunstancias económicas el centro escolar variaba en su modelo educativo: he estado en colegios privados junto a los hijos de las grandes fortunas, en conventos de monjas, de curas, laicos, internados, concertados, públicos, en clases exclusivas de doce alumnos y aulas masificadas con cuarenta y cinco compañeros. Incluso recuerdo asistir a una escuela que constaba sólo de dos aulas, una para los alumnos de 1º a 5º y otra para los cursos de 6º a 8º, que estaba en los bajos de un edificio de viviendas y en los recreos jugábamos a la comba en la calle. Por lo tanto, la educación religiosa, que en aquella época era totalmente obligatoria, ha sido muy variada. 

Mis padrinos intentaron siempre que yo estudiase en colegios de monjas. Colegios católicos, privados, con grandes privilegios, lo que en aquella época se esperaba de una familia de clase alta. Yo siempre lo percibí como una buena educación, basada en valores muy válidos para mí actualmente como pueden ser la generosidad, el respeto a los demás, la piedad, la tolerancia o el agradecimiento, que creo firmemente son cualidades que pueden aplicarse a cualquier persona, sean cuales sean sus creencias. Como en todo, los extremos son siempre perjudiciales y por supuesto en aquellos colegios, la mayoría de las veces aplicaban esos valores de forma maniquea y sectaria, arrimando siempre su aplicación al hecho de ser católicos y de tener esas aptitudes sólo por el hecho de seguir las enseñanzas de Jesucristo. Pero esos valores en sí, creo que si me sirvieron para crecer como persona, independientemente del carácter católico que le daban. 

Para compensar esto estaban mis Padrinos. Me enseñaron a distinguir bien lo que correspondía a un valor humano de una actitud exclusivamente católica, dándome siempre la opción de elegir la visión que yo deseaba dar a mis actos. Acudíamos con cierta frecuencia a misa, pero no todos los domingos, creo que solo en momentos puntuales, tampoco se obsesionaron con llevar una vida sujeta a los 10 mandamientos. Recuerdo que todas las noches rezaba una pequeña oración con aquel que me acostase, pero no había muchos gestos más en ese sentido, y desde luego jamás, jamás me amenazaron con los fuegos del infierno si me saltaba alguna regla que fuera estrictamente católica. 

Mi madre era exactamente lo contrario. En mi casa biológica la educación católica era estricta. En ese aspecto, ella era la encargada de impartir el castigo a cualquier falta de índole religioso –porque de los otros castigos ya se encargaba mi padre- y se dejaba guiar mucho por el párroco del barrio, siguiendo las Sagradas Escrituras al pie de la letra. 

Las enseñanzas que recibí en mis colegios sobre religión, Historia Sagrada o los Siete Pecados Capitales eran cuentos para niños en comparación con lo que me enseñaba mi madre. Cuando estaba en su casa todas las mañanas se rezaba el Ángelus, en sincronía con la radio; todas las tardes, a las cinco se rezaba el rosario; ni siquiera en el colegio-internado donde estuve, que era de monjas, lo hacía. Y por supuesto eran de obligado cumplimiento las oraciones pertinentes al levantarse, antes de comer y a la hora de acostarse. Durante el año en el internado, el Año del Infierno, recuerdo que además de las tareas del colegio, todas las semanas mi madre me obligaba a aprenderme de memoria la vida de algún santo. Hoy por hoy debo decir que no recuerdo ni una sola de esas biografías, no recuerdo ni siquiera cuáles fueron los santos de los que debí aprender algo. De ese año, solo recuerdo mi infierno y el infierno. 

Si, el infierno. Mi madre me hablaba mucho de él. Me contaba que era un sitio de tormentos inimaginables durante toda la eternidad. Me aseguraba que si Dios condenaba a alguien allí jamás sería rescatado, ni siquiera con la intervención de los santos. Me hablaba del apocalipsis y del juicio final y yo recuerdo preguntarle, de muy niña, qué pecado era el que te condenaba. Recuerdo que me dijo que no me preocupase, que los niños que no han hecho la comunión nunca iban al infierno, que se convertían automáticamente en ángeles. Yo deseaba ser un ángel. 

A veces me imaginaba, cuando estaba en mi cama, que Dios me miraba por la ventana sin persianas de mi habitación, y me tapaba con la sábana por miedo a que me viera. Ya entonces me daba vergüenza de mi misma sin saber de ninguna manera la razón por la que me sentía así. 

La primera vez que le conté a mi madre lo que mi padre me hacía, me dijo que estaba cometiendo un gran pecado, que ya había hecho la 1ª comunión y ya era una niña responsable. Y me llevó a confesar. Para ella todo se arreglaba en el confesionario, todo. Recuerdo en una ocasión que mi padre entró en mi habitación cuando yo estaba leyendo, se sentó a mi lado, llevándose un dedo a los labios en señal de silencio y metiendo la mano entre mis piernas, mientras me susurraba algo que no recuerdo. En ese momento mi madre me llamó con vehemencia desde la cocina. Lo hizo con tanta insistencia que mi padre, que ya intentaba llevar mi mano hacia él, me dio permiso con un gesto a que acudiera a la llamada de mi madre. Cuando llegué a la cocina, mi madre me pidió en voz muy alta que la ayudase a batir unos huevos, y a continuación me siseó al oído: “¿Por qué le dejas? Yo no voy a estar siempre en casa para ayudarte y tu ya eres mayor para saber que eso es un pecado, un pecado mortal. No olvides confesar-lo el domingo en la iglesia.” 

Nunca lo confesé abiertamente en la iglesia. Estaba convencida de que el párroco me echaría de allí a patadas. Pero creo que fue entonces cuando me volví mas católica, de manera casi extrema. Realmente llegué a creer todo lo que decía mi madre con total convicción. Porque su reacción me causó un gran desasosiego. Mi madre decía que los ángeles eran niños muertos y yo siempre había querido ser un ángel. Y que ella reaccionara así me hundió. Me angustiaba decírselo al sacerdote en confesión, lo que me hacía mas indigna, y pensar que ahora Dios no me quería llevar con él porque no era digna, me entristecía mucho y rezaba para que me perdonase y me llevara. Se lo rogaba orando desconsoladamente, pensando en cómo hacer para que no me condenase. 

Ahora que me he vuelto escéptica en muchas facetas de la vida –no sólo en el aspecto religioso- me sorprende ver, desde la distancia del tiempo, lo mucho que llegué a empalizar con la ideología extremista de mi madre. 

Cuando intenté suicidarme, y mi madre me rescató de las ruedas de un camión, al ser consciente de que el suicidio también es un pecado, le pedí a Dios que me dejase morir, aunque fuera al infierno, que me enviase una enfermedad incurable, algo que me hiciera desaparecer. Llegué a pensar que Dios no deseaba que yo muriera para darme un escarmiento, y por eso no dejó que el camión me atropellase. Hasta bien entrada mi hibernación, muchos años después, no he dejado de pensar que mantenerme con vida era un castigo divino. 

Muchas veces, mi madre me recordaba que debía confesarme y pedir por mí y por mi padre, ya que él no pisaba la iglesia, y no le gustaban los curas. Me recomendaba que rezase por él, para que Dios le ayudase a controlar su impulso. Sigo sin poder recordar las palabras que pude utilizar para hablar de esto en mi infancia, creo que llegué a confesar algo ante el sacerdote, pero no recuerdo si hubo alguna respuesta por su parte que no fuese la de imposición de la penitencia y la absolución. 

Me casé por la iglesia en el templo donde fui bautizada, lejos del barrio donde había ocurrido todo. Cuando mi pareja y yo fuimos a concretar la ceremonia, unos días antes del enlace, el sacerdote me llevó a parte y me dijo que me conocía, que había hablado con mi madre muchísimas veces. Yo desconocía por completo que el párroco de esa iglesia había sido también confesor de mi madre durante muchos años. Me preguntó si yo me confesaría con él antes de la boda. El comentario me perturbó, pero mantuve la cortesía explicándole que probablemente lo hiciera en la iglesia donde mi futuro marido había sido catequista durante mucho tiempo. Cuando creí que había conseguido salir de la conversación con alivio, me despidió con unas palabras inquietantes: “No olvides pedir perdón por tu padre”. 

No he vuelto a pisar esa iglesia desde el día de mi boda. Mi hijo fue bautizado e hizo la primera comunión en la iglesia donde mi marido impartía, de jovencito, la catequesis. Mi pareja es católico, no acude a misa los domingos pero es un firme creyente y además devoto de la Patrona de mi tierra. Y de hecho hace una peregrinación anual a su santuario. Yo, actualmente acudo al templo en bodas o bautizos pero no he vuelto a escuchar una misa por propia voluntad. Creo que he terminado por no creer en absoluto en aquellos que se autodenominan representantes de Dios en la tierra. No creo en un Dios vengador, que deja que yo viva una abominación, que primero te castiga y después te premia según hayas soportado el castigo. No puedo creer que a mí me hayan violado para que yo aprenda algo… ¿Aprender qué? 

Hace tiempo me preguntaron qué podía sacar de positivo de mis abusos, pues se supone que de todas las experiencias negativas se puede extraer algo positivo. No supe qué contestar. Intentaron hacerme ver que es muy probable que gracias a mi experiencia yo, ahora, sea más empática, reconozca el dolor ajeno o sea mas solidaria con los demás. Sigo sin poder responder, porque si para ser solidaria he tenido que pasar por esto, con todos mis respetos, se pueden meter la solidaridad donde les quepa. 

Respeto enormemente a aquellos que han encontrado su consuelo en el amor de Dios, creen en él, e intentan seguir sus mandamientos con autentica confianza en su doctrina, y jamás osaré criticar su fe y sus creencias. Estoy absolutamente convencida que dentro de la comunidad cristiana la mayoría de los sacerdotes y monjas, hacen un trabajo encomiable, con dedicación y sinceridad en sus creencias, sin doble moral. Creo firmemente que por cada escándalo eclesiástico, existen diez buenas obras realizadas por gentes sencillas que actúan por buena voluntad, sea o no inducida por Dios. No voy a defender a la iglesia como institución a estas alturas, básicamente porque yo no creo en ese gremio de estómagos agradecidos, pero a veces creo que pagan justos por pecadores, nunca mejor dicho. Como en todas las instituciones politizadas las altas esferas eclesiásticas se aprovechan de sus privilegios históricos para mantener un cepo que personalmente me parece injusto y retrógrado. Son machistas y en muchos aspectos mantienen una forma de pensar estancada en el siglo XV, y desde luego son verdaderos maestros ocultando sus propias vergüenzas. 

Hacen flaco favor declaraciones de obispos y cardenales que equiparan los abusos sexuales infantiles con la homosexualidad (para mí una opción sexual entre personas adultas responsables) o el aborto, y siguen empeñados en dar la espalda a la educación sexual argumentando que hablar de sexo fomenta la promiscuidad cuando la educación es la única forma que existe de prevenir y acabar con enfermedades de trasmisión sexual, embarazos no deseados y con los abusos sexuales de cualquier índole. 

La iglesia aún sigue diciendo que si tienes sexo antes del matrimonio estás condenada a los fuegos del infierno, si los hombres se masturban se les cae el pene y se quedan ciegos, si se disfruta del sexo eres una cualquiera, (¿Hay santas que hayan sido madres, descartando a la Virgen María?) siguen asegurando que el SIDA es una maldición divina debida la promiscuidad actual, y sin embargo de los abusos a menores que se han demostrado perpetrados por sacerdotes, dicen que es un “error”, un pecado que deben purgar en el retiro, no en la cárcel. Son posturas y declaraciones que cuando menos sonrojan y desde luego me van a tener enfrente en esos asuntos, no les voy a conceder ni el mas mínimo indulto. 

Hoy por hoy no sigo la religión católica en ninguna de sus tradiciones, ya he dicho que respeto enormemente a aquellos que la profesan, pero también a los que la rechazan. Entiendo perfectamente a aquellos que argumentan que son dueños de sus destinos, que comparan los ritos religiosos, tanto católicos como de otras creencias, con los antiguos ritos paganos que aún hoy vemos en gabinetes esotéricos que se anuncian por Internet y que en la mayoría de ocasiones no son mas que charlatanes que se aprovechan de la ignorancia de la gente. Comprendo a aquellos que critican todas las religiones y defienden contundente mente que una doctrina “divina” siempre está al servicio interesado de alguien, que siempre es maniquea, exclusivista, y tiene cierta tendencia al “lavado de cerebro”. Pero como en todos los posicionamientos extremos, algunos ateos son los primeros en criticar a los demás sólo por el hecho de tener una creencia en algo más, y en muchos casos han asociado a personas que se confiesan creyentes con instituciones, regímenes y tradiciones totalmente obsoletas y fuera del contexto general de la sociedad actual, aunque supongo que a los del otro bando, se les puede acusar exactamente de lo mismo, en sentido contrario. 

Hoy por hoy tengo mi propia fe. La que la experiencia me ha enseñado, que todo lo bueno y lo malo que nos ocurre está influenciado por toda la humanidad. Soy prueba y testigo viviente de lo mejor y lo peor del ser humano, he sido víctima de situaciones atroces, y beneficiada del máximo altruismo. Creo firmemente en el efecto mariposa y en la buena voluntad de la gente. Y creo que si bien la fe –en Dios, Jehová, Mahoma, la madre tierra, los extraterrestres o el hombre- puede unir a la gente y hacerla solidaria, cualquier religión –o la falta de ella- puede ser excluyente, separar, aislar a los que no son de su credo. Cualquier mandato disfrazado de misticismo que prohíbe a alguien ser una persona libre que acepte la libertad de los demás, no es válido para mí. 

Pero hay algo que a veces me sorprende incluso a mi misma: Cuatro años antes de mi nacimiento, mi madre dio a luz a una niña que murió pocos meses después. Ignoro la causa. No tengo ni el mas ligero conocimiento de las circunstancias de su muerte porque en casa estaba prohibido hablar de ella, de hecho conocí su existencia con doce o trece años. 

Cuando pienso en ángeles, cuando recuerdo a mi madre hablándome de los niños que iban al cielo al morir, ahora siempre me viene ella a la memoria. Y en algunos instantes en los que me siento mas “creyente”, a veces creo que, como decía mi madre, ella ahora es un ángel o un fantasma, un espíritu. Y no puedo evitar hacer cábalas barajando la posibilidad de que sea mi hermana la que pone a mi alcance señales en el camino que me ayudan a seguir adelante, como si de un relato de misterio se tratase, porque a veces los hechos aparentemente inconexos y las coincidencias que a la larga han interferido en mi vida han sido sorprendentes. 

A veces creo en fantasmas, como los de las leyendas victorianas, que permanecen junto a nosotros para hacer justicia desde el mas allá. Tal vez sean restos de mi imaginación infantil, que se niega a abandonarme, pero el hecho de pronunciar su nombre, a veces me estremece tímidamente. Mi hermana se llamaba Ángeles. 

A veces necesito creer que hay algo mas, tal vez para compensar el horror de mi realidad, entrando de lleno en el mudo de fantasía que de niña creaba para sobrevivir.


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