sábado, 3 de diciembre de 2011

EN LOS LÍMITES DE LA REALIDAD

A veces me siento sola, diferente, rara. Como si viviese dentro de una urna de cristal o de una burbuja. En un mundo aparte. Y siempre con esa sensación de ser un ente extraño, de no estar totalmente conectada con la realidad. De moverme entre los demás como si este no fuera mi sitio, mi tiempo, mi momento. Y además con el miedo constante a ser descubierta. A que alguien me señale con el dedo y diga: “Eh, mirad, ella no es uno de nosotros”. La sensación de estar desubicada siempre me acompaña. Cuando me siento así, suelo aislarme de todo y de todos. Me encierro en casa porque me da miedo que la gente me mire, y me desconecto.


Desde muy pequeña, cuando mi padre empezaba a tocarme, cuando aquello dejaba de ser cosquillas o caricias, me disociaba. Era como si una parte de mí se evaporase. Desconectaba los sentidos, o intentaba hacerlo. No es fácil, al menos necesitas uno para estar unida a la vida.
La casa de mis padres estaba junto a una vía del tren que estaba a pocos metros de las ventanas. Cada pocos minutos pasaba uno. Así que, mientras una parte de mi mente entraba en una especie de ensoñación, en la que cantaba aquella canción infantil e imaginaba elefantes equilibristas, el único sentido que mantenía vivo era el oído. Lo agudizaba al máximo para escuchar cuando se acercaba el tren de cercanías. Y no oía nada más, no sentía nada más.


Después, en la ciudad de mis Padrinos, cuando tenía un recuerdo nuevo o revivía uno conocido, utilicé el mismo mecanismo. Pero lo mejoré. Me encanta la música, así que me compré un walkman y me ponía música a todo volumen. Me concentraba en la melodía, intentando escuchar solo uno de los instrumentos, o dejándome llevar. Y cuando me daba cuenta, no sabía si estaba en mi habitación o en la sala de estar, si estaba tumbada o sentada en el suelo. No sentía nada.


Hoy en día, me pongo el reproductor del ordenador o enciendo el MP3. Y la sensación es la misma. Es como si mi alma flotara, como si fuera un ente incorpóreo, un espíritu impalpable. Utilizo ese mecanismo defensivo con cierta frecuencia. Me calma la ansiedad y me ayuda a superar las crisis. Pero ahora, cada vez que escucho alguna melodía que me guste mucho, a veces me disocio sin darme cuenta. De repente no estoy aquí. Y me pasa mucho. Me he dado cuenta de que tengo ausencias que pueden durar varios minutos.


Incluso cuando estoy entre un grupo de amigos, o en el trabajo, en ocasiones me asalta la pregunta de si realmente me ven, si estoy ahí, si no se trata de un juego de mi propia imaginación. En esos momentos de “irrealidad”, cuando tengo ausencias o me veo a mí misma como alguien raro que solo quiere desaparecer, me asusto.


Hace años leí una novela de Torcuato Luca de Tena, “Los renglones torcidos de Dios”. El título, para los que no conocéis el libro, alude a los enfermos psiquiátricos que el autor compara con aquellas palabras de Santa Teresa de Jesús: Dios escribe derecho con renglones torcidos. Recuerdo durante su lectura llegar a cuestionarme si la protagonista era de verdad una detective, o se trataba de una enferma que ni siquiera reconoce su locura. Me sentí totalmente identificada con esa sensación. Es uno de los libros que más ha marcado mi vida. Porque refleja una realidad casi tan escondida como los abusos sexuales infantiles: la demencia.


Mi hermano mayor, está retirado del ejército por problemas psicológicos. Después de su intento de violación, cuando me fui de aquella casa, lo último que supe de él era que estaba bajo tratamiento psiquiátrico porque estaba enamorado de mí. Mi madre me contó que en una ocasión estuvo a punto de clavarle un cuchillo a mi otro hermano, el de mi edad, por una discusión en la que yo era el tema de debate.


Y la vida de este hermano pequeño tampoco ha sido fácil. Tiene un año más que yo, pero de niños los vecinos creían que éramos mellizos. En muchos aspectos yo me consideraba su gemela. También estuvo en la institución donde me conoció mi Madrina, pero en otra sección. Se consideraba que el niño era un poco retrasado, algo que el tiempo ha demostrado que era falso pero que aun hoy nadie se explica. Supongo que los abusos también hicieron de él un niño retraído y vergonzoso que alguien confundió con un retraso en el desarrollo intelectual.


Al final, tuvo como destino un colegio de educación especial en el que pasó doce años. Venía a la casa de mis padres en vacaciones, como yo. Si mi Madrina no se hubiera cruzado en mi camino, mi destino tal vez hubiera sido similar, o peor. Pero aunque ahora sé lo que ocurrió y las causas de su internamiento, yo durante años creí que efectivamente él tenía un problema real. Hace unos años tuvo un accidente de coche. Desde entonces, no sé si a causa del accidente o de la infancia infernal que pasó, no recuerda nada de su niñez. Tiene amnesia diagnosticada por su psiquiatra.


Pero la que tiene problemas mentales, problemas serios, es mi hermana. Devora novelas como una posesa y si está bien escribe cuentos. Pero cuando está mal la paranoia se apodera de ella. Los años y mis estudios de auxiliar le han dado nombre a todos los síntomas que yo veía de niña: fobias, delirios y alucinaciones. Cuando yo era pequeña me dijo que dios le hablaba, que oía voces. Mi hermana tendría catorce o quince años, después nunca ha vuelto a repetirlo, es lista y creo que pensó que decir eso era un billete directo al psiquiátrico.


Recuerdo una noche que me sentí mal, la cena me había revuelto el estomago y terminé por vomitar en la habitación que compartía con mi hermana. Mi madre solícita me llevo una manzanilla y ordeno a mi hermana que recogiera el vómito. En cuanto me sentí mejor, me quedé dormida enseguida. Mi hermana estaba enfrascada en una novela, y dos o tres horas después se acostó. Mi madre entro en la habitación de madrugada para ver cómo me encontraba, y al ver que mi hermana no había fregado la habitación, la regaño con vehemencia. Las voces me despertaron, y mi hermana al verme dormida empezó a atizarme con la fregona a gritos: “¡¡si yo no duermo, tu tampoco!!”. Aquella noche, mi padre no fue muy duro con nosotras.


En otra ocasión, cuando la economía era especialmente precaria, y solo se podía hacer una comida al día, mi madre preparo unas lentejas para comer, y las repartió para todos los comensales. Dejo unas pocas para que mi hermano “gemelo” y yo cenáramos. Mi hermana tenía un día malo: cuando terminó de comer, volvió a la cocina para servirse las lentejas que quedaban y ante las tímidas quejas de mi madre, mi hermana se enfrentó a ella y la abofeteó. Esa noche cené leche y unas galletas.


Y cuando mi hermano y yo nos quedábamos a su cuidado también hemos soportado alguna humillación por su parte. Aún veo a mi hermano de rodillas contra la pared, brazos en cruz, con diez años, sosteniendo dos tomos de enciclopedia en cada mano. Estuvo en esa posición varias horas por un castigo impuesto por mi hermana. Después tuvo agujetas dos días. El niño no soltó ni una lagrima. Ni un grito, Ni una queja…


A los pocos días me toco a mí, (no iba a ser menos), pero como ya sabía lo que me esperaba, a penas aguanté una hora u hora y media. Cuando el cansancio empezó a hacer mella me negué a seguir arrodillada. Prefería que me pegase. No podía ser peor que papá. Ella hecha una furia comenzó a darme zapatillazos en la espalda, me gritaba que me odiaba y yo hecha un ovillo esperaba a que se cansara o volviera mamá, porque ni siquiera sabía pegar. En realidad lo de mi hermana no era la violencia física sino mas bien otras formas de tortura. En una ocasión me obligó a salir en bata y camisón a comprar el pan. Jamás podré olvidar la vergüenza que sentí aquel día.


Como podéis comprobar los trastornos mentales parecen rodear a mi familia biológica. Ahora que estoy aprendiendo a reconocer las secuelas de los abusos empiezo a entender que esos trastornos tal vez no son tal, sino un comportamiento muy probablemente causado por los abusos a los que mi padre nos sometió a todos. Pero durante toda mi vida he creído que realmente existía un “gen” en la familia: mi padre, por razones obvias, violento, maltratador, abusador… mi madre, se podría decir que un pelele totalmente al servicio de cualquiera que tuviera algo de autoridad; mi hermano mayor en tratamiento psiquiátrico, mi hermana con necesidad de ese tratamiento y mi hermano pequeño, al que siempre creí retrasado, con amnesia. ¿Qué motivo hay para que yo esté cuerda? Cuando quedé embarazada uno de mis miedos era que mi pequeño no fuera sano, que no fuera normal.


En la descripción de mi blog hablo de tener la sensación de caminar junto a un precipicio. Siempre con el riesgo de caer abajo. Me refiero justamente a eso. A perder la cordura. Y reconozco que es algo que me da pánico.


Una de las razones por las que nunca he pisado la consulta de un especialista es precisamente el miedo que tengo a que me diagnostiquen algo. Que me encierren en una habitación acolchada y tiren la llave.


Tengo un amigo médico que en su día estudió la especialidad de psiquiatría, aunque no ejerce como tal. Conoce a mis Padrinos desde hace muchos años, y a mi marido lo conoce desde hace tiempo por motivos profesionales y ahora son también amigos. Hace unos meses le conté mi condición de víctima de abusos sexuales infantiles. En realidad, mi intención era preguntarle por mi hermano, mi “gemelo”. Me preocupaba que su amnesia pudiera afectarle de alguna manera si algún día vuelve a recordar sus abusos. Durante la conversación mi amigo se dio cuenta enseguida de que yo había pasado por lo mismo.


Aquel día creí que se había acabado todo, que me habían descubierto. Me sentí morir. Fue tan sutil en sus palabras que derribó el muro con el que yo me había presentado ante él, para proteger mi condición de superviviente. En esos momentos (Y no es broma) vigilaba la ventana, esperando la ambulancia en la que sin duda iban a enterrarme.


Es un gran tipo. Leyó mis pensamientos como si fueran una viñeta. La conversación fue larga, muy larga, pero muy reparadora. En un momento dado me pregunto si yo había recibido ayuda profesional alguna vez. Ante mi negativa, me hizo muchas preguntas, creo que ahí mi amigo había dejado de ser mi amigo y había pasado al plano profesional, pero sin perder confianza. Supongo que conocía parte de la historia al ser amigo de mis Padrinos, por lo tanto no tuvo más que atar cabos. Para mí fue aterrador, me sentía como encerrada, y empecé a temblar. En cuanto se percató de ello, me tranquilizó: me dio unas pautas para seguir, y me indicó qué debía hacer si me volvía a sentir mal. Me enseñó cómo identificar las señales que me pudieran hacer entrar en barrena. Descubrí en él a un aliado al que contarle mis preocupaciones cuando tengo una crisis.


Semanas más tarde me dijo que también había hablado con mi marido. Creo que estuvo valorando la posibilidad de que yo empezase a ser tratada por algún especialista, pues era consciente del daño que los abusos dejan detrás. Fueron semanas temibles para mí. Al final mi amigo volvió a hablar conmigo y me recordó las medidas que yo debía tomar para cuidarme.


Sigo sin asistir a terapia de ningún tipo, pero cada cierto tiempo, mi amigo me llama para tomar un café, y tarde o temprano, el tema sale a la luz. Creo que me hace un seguimiento, por la amistad que le une a mí y a toda mi familia.


Soy consciente del destrozo mental que mi infancia ha dejado en mí. Sé que hay muchas cosas que aún no funcionan dentro de mi cabeza, pero también sé que ahora que estoy al corriente de ello, que reconozco las heridas, me siento más preparada para afrontar el dolor y paliar el daño. Tal vez en el futuro tenga que tratar con un profesional, pero ahora me siento bien.


Es como si hubiese corrido una maratón, o una gincana llena de obstáculos, que me ha provocado golpes y heridas en mi piel que la adrenalina por poder llegar a la meta me han impedido ver y sentir. Y ahora, que me he tomado un descanso tengo que empezar a poner tiritas en las rodillas y vendajes en los tobillos para poder seguir avanzando. De momento no me hace falta escayola.


Vivo una vida tranquila, con mi marido y mi hijo, todo un hombre ya. En una pequeña localidad de provincias, rodeada de gentes sencillas y con un pequeño empleo a tiempo parcial que me basta para cubrir mis pequeños placeres. Yo digo que ahora estoy de retiro voluntario del mundo. Pero unida a él por este cordón umbilical que es internet. Y me siento bien. Con fuerzas para luchar desde esta posición y no veo la necesidad de ir más allá. Los que me rodean tampoco creen que en estos momentos necesite acudir a un especialista, y si ellos también saben reconocer una señal de alarma, entonces no estoy sola en esto y sé que puedo contar con ellos cuando sea necesario.


Pero a pesar del camino recorrido, a pesar de que ya puedo decir que he cruzado al otro lado sigo a veces, cuando estoy mal, teniendo la sensación de que mis seres más queridos, mi familia más cercana no me entiende. Que no comprenden lo que siento plenamente. Y que no sé si van a poder ayudarme.


Es como si se levantase un muro invisible alrededor. Un muro que solo yo puedo ver. Una barrera que me separa del mundo real. Y entonces vuelve esa sensación de que estoy completamente loca, y que, como en aquel libro, acabaré golpeando la puerta del manicomio pidiendo que me encierren.

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