miércoles, 15 de agosto de 2012

LA RULETA RUSA


El tren pasaba por detrás del edificio donde estaba mi casa. Tanto la cocina como el salón y la habitación de mis padres tenían vistas a la vía que quedaba a la misma altura que nuestra pequeña vivienda. No debía estar a mas de treinta o cuarenta metros de las ventanas. Yo misma muchas veces jugaba con otros niños en un pequeño descampado que había justo entre el edificio de viviendas y la línea férrea. Recuerdo en una ocasión ver a unos unos niños que subieron el terraplén sobre el que descansaba la vía y se pusieron justo sobre los railes. El juego consistía en apartarse justo en el momento en que pasara el tren. Era un juego peligroso porque no tienes la capacidad para controlar tu rapidez de reacción y esquivar la máquina. Es jugar en el filo de la navaja. Creo que yo, con doce años, jugué a algo similar. 

Durante el Año del Infierno le conté a mi hermana y a mi madre lo que ocurría. No puedo rememorar la conversación. No sé si ya se lo había dicho previamente a mi hermana o no. No recuerdo las palabras que empleé o si fue mi consanguínea quien inició el tema. Sólo recuerdo la reacción de mi madre, su cara de preocupación y que se enfadó conmigo. Me habló de que yo era muy mayor para consentir esas cosas, que ya había hecho la comunión, que era un pecado lo que hacía, que ya no era una niña. A continuación me llevó a la iglesia a confesar. No sé si se lo conté al párroco, no sé ni lo que confesé. Pero si recuerdo que al volver a casa mi madre y mi hermana hablaban entre ellas delante de mí para que yo escuchase la conversación: “Supongo que habrá confesado, pero allá ella. Ya sabe que no puede mentir a Dios, y si miente en la confesión miente a Dios”. Una forma muy sutil de meter miedo. Después me dijeron que no volviera con él, que le dijera que no. 

Con trece años me dicen que le diga que no. ¡Qué fácil! ¡Y yo sin darme cuenta de que podía decirle que no! Toda mi infancia aprendiendo que hay que obedecer a los adultos, y ahora me dicen que desobedezca al adulto que mas terror me causaba de todos. A aquel al que había visto desabrochar el cinturón con una rapidez y habilidad asombrosas, y dar dos vueltas al cuero para que no se le escapara. Al que me obligó en un viaje en autocar, cuando yo tenía siete u ocho años, a que yo me comiera también su bocadillo entero –que era tres veces el mío- porque le dije que no me gustaba el pan. “Así te acostumbras a comer pan”. ¿Y resulta que podía decirle “no” cuando entraba en mi cama por la mañana, se colocaba sobre mí y se frotaba contra mi cuerpo? 

Pero tras varios años de abusos es mucho mas fácil decirlo que hacerlo, y yo no lo hice, no le dije que no. Es algo con lo que aún sigo lidiando, para entender el porque a pesar de las palabras de mi madre no hice caso. Yo era incapaz de decirle que no tras tanto tiempo sin negarme. De alguna manera el secreto seguía vigente porque él no se había dado por enterado de mi acusación. No dejó de llamarme, no dejó de asomarse a la puerta de mi habitación, no dejó de tocarme. Y como para él nada había cambiado, para mí nada cambió. 

Recuerdo que a veces, estaba en la cocina con mi hermana, después de que se lo dije, y él se asomaba a la puerta. No decía nada, sólo me miraba y se marchaba. Entonces yo la dejaba sola y me iba con mi padre. Aún no sé porque lo hacía. Y recuerdo que mi hermana me iba a buscar a la habitación y nos reñía. Mi padre la echaba y después me decía a mí de manera cómplice que ella sólo me tenía envidia. Ahora me doy cuenta que eso formaba parte de su juego: Estar con el jefe, con el adulto de mas categoría en la familia y ver como él mismo declara abiertamente que me prefiere a mí en lugar de que yo obedezca a mi hermana y me vaya con ella, te hace sentir orgullosa de ser la elegida. Ante dos ordenes opuestas, siempre obedeces al militar de mayor graduación. Pero para mí era más que obedecer una orden. Tenía la sensación cuando mi padre echaba a mi hermana de la habitación de haber ganado una batalla sin darme cuenta de lo que eso significaba. Como si hubiera sido distinguida ante aquel que hacía y deshacía a su antojo pensando quizás que me otorgaría privilegios que después resultaban ser sólo para su propio beneficio. Un esclavo que se vanagloria de ser el que más se humilla ante su señor. 

Desde ese momento yo interpretaba dos papeles. Uno con mi padre, siguiendo la rutina instalada de los abusos, que ya iban in crescendo, y otro con mi hermana que cuando me llamaba la atención le decía que no se preocupase, que estaría con mi padre solo para disimular y en el momento en que él me “tocara” la avisaría de inmediato. Obviamente nunca lo hice. Jugaba a mi propia Ruleta Rusa. 

Porque siempre me iba con mi padre con la intención de avisar a mi hermana si ocurría algo y nunca supe en que momento el juego pasaba a algo peligroso ni cuándo debía avisarla sin que ella pensara que yo retozaba voluntariamente. En el momento en que él empezaba a susurrar, muy bajito casi sin vocalizar, como si le diera vergüenza hablar del tema, cuando sacaba su miembro y me decía que eso se metía por aquí -señalando entre mis piernas- que así se hacían los niños, yo ya no recordaba que debía avisar a mi hermana, ni a mi hermana ni a nadie, porque todo era confusión. Todo se volvía asco, ansiedad y miedo. Había cruzado la línea. Incluso recuerdo sentir el hormigueo en el estómago en cuanto veía saltar su pene del calzoncillo como un resorte, como esas cajas que cuando las abres sale la cabeza de un payaso sobre un muelle que baila tras la liberación de la presión de la tapa. Y el silencio. Recuerdo que era imprescindible guardar absoluto silencio durante los abusos. Ante la simple sugerencia de hablar, rogar, quejarme o gimotear, su reacción era la orden de silencio absoluto. Ni una palabra, ni un ruido. 

Y todo lo que debería haber hecho es avisar a mi hermana o a mi madre. Pero siempre que cruzaba la línea yo me sentía cómplice y por lo tanto ya no tenía ningún derecho a pedir ayuda. En el momento en que cruzaba la línea, apretaba el gatillo de esa Ruleta Rusa imaginaria en que nunca sabía que ocurriría a continuación. Si me violaría, o se limitaría a masturbarse; si me introduciría algo o preferiría que yo abriese la boca. 

Era mi padre. ¡Maldita sea! ¡Era mi padre! Y me iba con él porque era mi padre. ¿Tengo que justificarme? No me gustaba lo que me hacía, pero era mi padre y yo no sabía decirle que eso no me gustaba. Ahora soy adulta, ahora sé decir a quien sea si no me gusta lo que hace o si se está pasando. Sé argumentar porqué no quiero que me toquen de cierta forma, o que me digan ciertas cosas. Ahora que soy adulta, puedo negarle sexo a mi marido si yo no quiero, por mucho que le ame. Ahora que soy adulta elijo si me apetece o no estar con mi mejor amiga y no sentirme mal por ello. 

Pero entonces era una niña. Y me dejaba llevar. Los niños no pueden elegir. No tienen opciones. Te llevan al colegio te guste o no. Te envían a la cama te guste o no. Te llevan al médico te guste o no. Te ponen vacunas te guste o no. Te obligan a comer legumbres te guste o no. Y yo solo hacía lo que me mandaban. Y aún no sé como él consiguió que yo terminase por ir voluntariamente a su cama. Supongo que llega un momento en que te sientas ante el plato de alubias y te lo comes si necesidad de que tu madre esté detrás de ti para asegurarse que lo haces. 

No quería que me masturbase, solo me gustaban las cosquillas en los pies o bajo los brazos, pero le dejé que me tocara el resto del cuerpo porque no sabía decirle que no, porque era incapaz de decirle que no, porque en esos momentos ni me acordaba que mi madre o mi hermana me habían dicho que le dijera que no. Y le toque su cosa porque él me llevaba la mano allí. Nunca quise tocarle, pero no sabía decirle que no quería tocarle porque me enseñaron a hacer lo que me mandaba mi padre, porque era incapaz de decirle que no, porque en esos momentos ni me acordaba que mi madre o mi hermana me habían dicho que podía decirle que no. ¡Porque era mi padre! ¡Porque era un adulto! Nos enseñan a no ir con extraños, pero no a desobedecer a los adultos que conocemos. Ni siquiera cuando mi padre me empezó a preguntar si yo quería “saber” cómo se hacían los niños, cuando empezó a tratarme como a una alumna inexperta, supe decirle que no. Sé que no le dije que sí, pero tampoco me negué. No me atrevía. 

Era muy, muy pequeña cuando empezó el miedo. Miedo a ser descubierta por dejarme tocar algo que no me gustaba. Miedo a que mi madre se diera cuenta, o mi hermana, o mi Madrina. Y me sentí tremenda mente sola con mi miedo a ser descubierta. A que pensaran que era una niña desobediente sólo por no querer que él me tocara. En realidad yo no quería estar ahí, sólo me dejé llevar, simplemente me deje llevar. Nadie entendería que una niña de seis años no quisiera que su papá le hiciera cosquillas. 

Y con trece años me dicen además que estoy cometiendo un pecado, que debo decirle que no. Simplemente que ya soy mayor para consentir esas cosas. Como si ellos fueran los que decidieran donde se marca la línea que separa la infancia de la adolescencia, como si supieran mejor que yo en que momento tenía que ser consciente de mí misma y fuera capaz de tomar mis propias decisiones. ¿Dónde está la línea? ¿Qué día dejas de ser niño y te vuelves alguien responsable? ¿En tu decimo tercer cumpleaños? ¿El día antes? ¿O a las veinticuatro horas? ¿En qué momento dejas de ser una víctima para ser legalmente un cómplice? 

Hace a penas unas semanas me di cuenta del error de calculo de mi madre y mi hermana: Se confiesan los errores propios, no los de los demás. Recomendarme que confesara los abusos de mi padre equivalía a decir que yo era la responsable. Recomendarme que le dijera que no, sin ninguna acción más por su parte, salvo aparecer de cuando en cuando por la habitación para ver lo que estábamos haciendo, y además regañarme cada vez que había sospechas de actos “deshonestos” fue otra forma de decirme que yo me tendría que sacar las castañas del fuego, que nadie iba a mover un dedo por mí, que si abusaban de mí era porque yo lo permitía. De nuevo cargaron sobre mí la responsabilidad de que cesaran los abusos. Como si presencias una violación y no haces absolutamente nada por ayudar a la víctima salvo indicarle que se escape porque ya es mayor. 

Recuerdo un documental que vi hace mucho tiempo. Hablaba de los leones. Explicaba que las leonas viven en manadas criando a su prole, con uno o dos machos adultos. Al parecer a veces esos machos son desbancados por otro que consigue acceder al grupo de leonas. Y cuando esto ocurre lo primero que hace el nuevo señor es matar a todas las crías para que sean sus propios genes los que se perpetúen en el grupo. La escena me sobrecogió. Ver al enorme macho matar a unos pequeños cachorros aplastándoles la cabeza con un simple bocado de sus mandíbulas me produjo mucha impresión. Vi a las crías tan indefensas que creo que se dejaban matar pensando que aquel adulto solo las iba a transportar como hacían sus madres para esconderlos de otros depredadores. Recuerdo sentirme muy identificada con esos cachorros. Me veía a mi misma de niña dejando que mi padre me manejara como una muñeca y cuando quería darme cuenta de que me hacía daño ya era demasiado tarde para correr y esconderse. 

Las normas son claras: los hijos quieren a sus padres, les perdonan todo, les permiten todo, porque los padres te obligan a hacer cosas por tu bien, porque son adultos que intrínsecamente sabes que te están protegiendo aunque no lo entiendas. Y además se extiende esa percepción de protección a todos los adultos que conviven a tu alrededor: tus otros familiares, tu profesor, tus vecinos, los amigos de tus padres… Creo que eso es innato en el ser humano, en el ser vivo. Todos los cachorros de los mamíferos, todas las crías de todos los vertebrados dejan que sus mayores les manejen a su antojo porque por intuición saben que es para su seguridad. El problema llega cuando esos adultos traicionan el instinto mas primario de la vida: la protección de tu propia estirpe, y además hay quien no hace nada por evitarlo. 

Es posible que el error fuera la ignorancia, el desconocimiento, o tal vez el miedo. Quiero creer que era la ignorancia lo que las hizo pensar que tal vez no era para tanto. Quiero creer que era el desconocimiento lo que las hizo creer que los abusos no llevaban sucediéndose de forma intermitente toda mi infancia. Quiero creer que principalmente era el miedo que inspiraba mi padre, que ante su “sugerencia” de que salieran de la habitación porque estaba con su hija menor y no hacía nada malo, ellas no hubiesen podido hacer más que mirar hacia otro lado para no tener que enfrentarse a él y después regañarme porque no tenían valor para hacer nada mas. 


Durante doce años viví sola la traición de mi padre, y cuando por fin rompí mi silencio no obtuve mas que una pistola para apoyarla en la sien y jugar a la Ruleta Rusa. Porque en mi percepción solo me dieron a elegir entre continuar con los abusos o el castigo por haberlos consentido durante doce años. 

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