En cambio en
el hogar de mis Padrinos, a falta de un cuarto de baño, había tres.
El grande para las “mujeres” de la casa, otro que utilizaban
mayormente el hermano y el padre de mi Madrina y un tercero que
utilizaba la chica del servicio domestico que vivía allí. Siempre
estuvo la tele del salón, del tamaño de la boca de una chimenea, en
color traída de Alemania, muchos años antes de que los aparatos con
mando a distancia se vendieran de manera habitual y aquella
televisión ya lo tenía. En ella veía que los trajes grises de los
payasos de la tele en realidad eran rojos. En la cocina había nevera
con congelador de 4 estrellas, lavadora automática, batidora,
lavaplatos… en una casa enorme en la que recuerdo perderme un día
que salí del office, no sabía por dónde se iba a mi habitación.
Hablo de finales de los 60`y la década de los 70`.
He
tenido el privilegio de recibir una buena educación. Me han enviado
a los colegios más prestigiosos, y me he sentado a la mesa con
comensales ilustres. Me he vestido con ropa de muy buena calidad y he
calzado los mejores zapatos. Todo gracias a mis padrinos. Mis padres
jamás se lo hubieran podido permitir. Las diferencias económicas y
sociales eran palpables.
Dicho todo esto no quisiera
dejar la impresión de que lo importante eran esas diferencias
económicas. No voy a dar lecciones de humanidad a nadie. No voy a
levantar un canto por la igualdad de los hombres y mujeres del mundo.
Ni siquiera voy a hacer un manifiesto a favor de la pobreza y en
contra de los ricos. Dejo esas consideraciones a aquellos que tengan
inquietudes políticas. Tan solo quiero dejar clara una realidad: Mis
padrinos no son mi familia. En circunstancias normales nunca me
hubiera cruzado con ellos. Un rey sólo sienta en su mesa a un
mendigo en los cuentos. ¿Fruto del azar o intervención divina?
De
niña creía mucho en Dios. En casa, tanto en la biológica como en la
adoptiva son creyentes católicos y yo fui educada bajo sus
creencias. Pero siempre hubo muchas diferencias de criterio.
Para
empezar, yo he estado en 12 colegios distintos en mi etapa de E.G.B.
(el equivalente a la actual educación primaria, entre los 6 y los 14
años) Por razones obvias, en varias ocasiones empezaba el curso
escolar en un centro y lo terminaba en otro totalmente distinto, y
nunca repetía curso en la misma institución. Y dependiendo de las
circunstancias económicas el centro escolar variaba en su modelo
educativo: he estado en colegios privados junto a los hijos de las
grandes fortunas, en conventos de monjas, de curas, laicos,
internados, concertados, públicos, en clases exclusivas de doce
alumnos y aulas masificadas con cuarenta y cinco compañeros. Incluso
recuerdo asistir a una escuela que constaba sólo de dos aulas, una
para los alumnos de 1º a 5º y otra para los cursos de 6º a 8º,
que estaba en los bajos de un edificio de viviendas y en los recreos
jugábamos a la comba en la calle. Por lo tanto, la educación
religiosa, que en aquella época era totalmente obligatoria, ha sido
muy variada.
Mis padrinos intentaron siempre que yo
estudiase en colegios de monjas. Colegios católicos, privados, con
grandes privilegios, lo que en aquella época se esperaba de una
familia de clase alta. Yo siempre lo percibí como una buena
educación, basada en valores muy válidos para mí actualmente como
pueden ser la generosidad, el respeto a los demás, la piedad, la
tolerancia o el agradecimiento, que creo firmemente son cualidades
que pueden aplicarse a cualquier persona, sean cuales sean sus
creencias. Como en todo, los extremos son siempre perjudiciales y por
supuesto en aquellos colegios, la mayoría de las veces aplicaban
esos valores de forma maniquea y sectaria, arrimando siempre su
aplicación al hecho de ser católicos y de tener esas aptitudes sólo
por el hecho de seguir las enseñanzas de Jesucristo. Pero esos
valores en sí, creo que si me sirvieron para crecer como persona,
independientemente del carácter católico que le daban.
Para
compensar esto estaban mis Padrinos. Me enseñaron a distinguir bien
lo que correspondía a un valor humano de una actitud exclusivamente
católica, dándome siempre la opción de elegir la visión que yo
deseaba dar a mis actos. Acudíamos con cierta frecuencia a misa,
pero no todos los domingos, creo que solo en momentos puntuales,
tampoco se obsesionaron con llevar una vida sujeta a los 10
mandamientos. Recuerdo que todas las noches rezaba una pequeña
oración con aquel que me acostase, pero no había muchos gestos más
en ese sentido, y desde luego jamás, jamás me amenazaron con los
fuegos del infierno si me saltaba alguna regla que fuera
estrictamente católica.
Mi madre era exactamente lo
contrario. En mi casa biológica la educación católica era
estricta. En ese aspecto, ella era la encargada de impartir el
castigo a cualquier falta de índole religioso –porque de los otros
castigos ya se encargaba mi padre- y se dejaba guiar mucho por el
párroco del barrio, siguiendo las Sagradas Escrituras al pie de la
letra.
Las enseñanzas que recibí en mis colegios sobre
religión, Historia Sagrada o los Siete Pecados Capitales eran
cuentos para niños en comparación con lo que me enseñaba mi madre.
Cuando estaba en su casa todas las mañanas se rezaba el Ángelus, en
sincronía con la radio; todas las tardes, a las cinco se rezaba el
rosario; ni siquiera en el colegio-internado donde estuve, que era de
monjas, lo hacía. Y por supuesto eran de obligado cumplimiento las
oraciones pertinentes al levantarse, antes de comer y a la hora de
acostarse. Durante el año en el internado, el Año del Infierno,
recuerdo que además de las tareas del colegio, todas las semanas mi
madre me obligaba a aprenderme de memoria la vida de algún santo.
Hoy por hoy debo decir que no recuerdo ni una sola de esas
biografías, no recuerdo ni siquiera cuáles fueron los santos de los
que debí aprender algo. De ese año, solo recuerdo mi infierno y el
infierno.
Si, el infierno. Mi madre me hablaba mucho de
él. Me contaba que era un sitio de tormentos inimaginables durante
toda la eternidad. Me aseguraba que si Dios condenaba a alguien allí
jamás sería rescatado, ni siquiera con la intervención de los
santos. Me hablaba del apocalipsis y del juicio final y yo recuerdo
preguntarle, de muy niña, qué pecado era el que te condenaba.
Recuerdo que me dijo que no me preocupase, que los niños que no han
hecho la comunión nunca iban al infierno, que se convertían
automáticamente en ángeles. Yo deseaba ser un ángel.
A
veces me imaginaba, cuando estaba en mi cama, que Dios me miraba por
la ventana sin persianas de mi habitación, y me tapaba con la sábana
por miedo a que me viera. Ya entonces me daba vergüenza de mi misma
sin saber de ninguna manera la razón por la que me sentía así.
La
primera vez que le conté a mi madre lo que mi padre me hacía, me
dijo que estaba cometiendo un gran pecado, que ya había hecho la 1ª
comunión y ya era una niña responsable. Y me llevó a confesar.
Para ella todo se arreglaba en el confesionario, todo. Recuerdo en
una ocasión que mi padre entró en mi habitación cuando yo estaba
leyendo, se sentó a mi lado, llevándose un dedo a los labios en
señal de silencio y metiendo la mano entre mis piernas, mientras me
susurraba algo que no recuerdo. En ese momento mi madre me llamó con
vehemencia desde la cocina. Lo hizo con tanta insistencia que mi
padre, que ya intentaba llevar mi mano hacia él, me dio permiso con
un gesto a que acudiera a la llamada de mi madre. Cuando llegué a la
cocina, mi madre me pidió en voz muy alta que la ayudase a batir
unos huevos, y a continuación me siseó al oído: “¿Por
qué le dejas? Yo no voy a estar siempre en casa para ayudarte y tu
ya eres mayor para saber que eso es un pecado, un pecado mortal. No
olvides confesar-lo el domingo en la iglesia.”
Nunca
lo confesé abiertamente en la iglesia. Estaba convencida de que el
párroco me echaría de allí a patadas. Pero creo que fue entonces
cuando me volví mas católica, de manera casi extrema. Realmente
llegué a creer todo lo que decía mi madre con total convicción.
Porque su reacción me causó un gran desasosiego. Mi madre decía
que los ángeles eran niños muertos y yo siempre había querido ser
un ángel. Y que ella reaccionara así me hundió. Me angustiaba
decírselo al sacerdote en confesión, lo que me hacía mas indigna,
y pensar que ahora Dios no me quería llevar con él porque no era
digna, me entristecía mucho y rezaba para que me perdonase y me
llevara. Se lo rogaba orando desconsoladamente, pensando en cómo
hacer para que no me condenase.
Ahora que me he vuelto
escéptica en muchas facetas de la vida –no sólo en el aspecto
religioso- me sorprende ver, desde la distancia del tiempo, lo mucho
que llegué a empalizar con la ideología extremista de mi
madre.
Cuando intenté suicidarme, y mi madre me rescató
de las ruedas de un camión, al ser consciente de que el suicidio
también es un pecado, le pedí a Dios que me dejase morir, aunque
fuera al infierno, que me enviase una enfermedad incurable, algo que
me hiciera desaparecer. Llegué a pensar que Dios no deseaba que yo
muriera para darme un escarmiento, y por eso no dejó que el camión
me atropellase. Hasta bien entrada mi hibernación, muchos años
después, no he dejado de pensar que mantenerme con vida era un
castigo divino.
Muchas veces, mi madre me recordaba que
debía confesarme y pedir por mí y por mi padre, ya que él no
pisaba la iglesia, y no le gustaban los curas. Me recomendaba que
rezase por él, para que Dios le ayudase a controlar su impulso. Sigo
sin poder recordar las palabras que pude utilizar para hablar de esto
en mi infancia, creo que llegué a confesar algo ante el sacerdote,
pero no recuerdo si hubo alguna respuesta por su parte que no fuese
la de imposición de la penitencia y la absolución.
Me
casé por la iglesia en el templo donde fui bautizada, lejos del
barrio donde había ocurrido todo. Cuando mi pareja y yo fuimos a
concretar la ceremonia, unos días antes del enlace, el sacerdote me
llevó a parte y me dijo que me conocía, que había hablado con mi
madre muchísimas veces. Yo desconocía por completo que el párroco
de esa iglesia había sido también confesor de mi madre durante
muchos años. Me preguntó si yo me confesaría con él antes de la
boda. El comentario me perturbó, pero mantuve la cortesía
explicándole que probablemente lo hiciera en la iglesia donde mi
futuro marido había sido catequista durante mucho tiempo. Cuando
creí que había conseguido salir de la conversación con alivio, me
despidió con unas palabras inquietantes: “No olvides pedir
perdón por tu padre”.
No he vuelto a pisar esa
iglesia desde el día de mi boda. Mi hijo fue bautizado e hizo la
primera comunión en la iglesia donde mi marido impartía, de
jovencito, la catequesis. Mi pareja es católico, no acude a misa los
domingos pero es un firme creyente y además devoto de la Patrona de
mi tierra. Y de hecho hace una peregrinación anual a su santuario.
Yo, actualmente acudo al templo en bodas o bautizos pero no he vuelto
a escuchar una misa por propia voluntad. Creo que he terminado por no
creer en absoluto en aquellos que se autodenominan representantes de
Dios en la tierra. No creo en un Dios vengador, que deja que yo viva
una abominación, que primero te castiga y después te premia según
hayas soportado el castigo. No puedo creer que a mí me hayan violado
para que yo aprenda algo… ¿Aprender qué?
Hace tiempo
me preguntaron qué podía sacar de positivo de mis abusos, pues se
supone que de todas las experiencias negativas se puede extraer algo
positivo. No supe qué contestar. Intentaron hacerme ver que es muy
probable que gracias a mi experiencia yo, ahora, sea más empática,
reconozca el dolor ajeno o sea mas solidaria con los demás. Sigo sin
poder responder, porque si para ser solidaria he tenido que pasar por
esto, con todos mis respetos, se pueden meter la solidaridad donde
les quepa.
Respeto enormemente a aquellos que han
encontrado su consuelo en el amor de Dios, creen en él, e intentan
seguir sus mandamientos con autentica confianza en su doctrina, y
jamás osaré criticar su fe y sus creencias. Estoy absolutamente
convencida que dentro de la comunidad cristiana la mayoría de los
sacerdotes y monjas, hacen un trabajo encomiable, con dedicación y
sinceridad en sus creencias, sin doble moral. Creo firmemente que por
cada escándalo eclesiástico, existen diez buenas obras realizadas
por gentes sencillas que actúan por buena voluntad, sea o no
inducida por Dios. No voy a defender a la iglesia como institución a
estas alturas, básicamente porque yo no creo en ese gremio de
estómagos agradecidos, pero a veces creo que pagan justos por
pecadores, nunca mejor dicho. Como en todas las instituciones
politizadas las altas esferas eclesiásticas se aprovechan de sus
privilegios históricos para mantener un cepo que personalmente me
parece injusto y retrógrado. Son machistas y en muchos aspectos
mantienen una forma de pensar estancada en el siglo XV, y desde luego
son verdaderos maestros ocultando sus propias vergüenzas.
Hacen
flaco favor declaraciones de obispos y cardenales que equiparan los
abusos sexuales infantiles con la homosexualidad (para mí una opción
sexual entre personas adultas responsables) o el aborto, y siguen
empeñados en dar la espalda a la educación sexual argumentando que
hablar de sexo fomenta la promiscuidad cuando la educación es la
única forma que existe de prevenir y acabar con enfermedades de
trasmisión sexual, embarazos no deseados y con los abusos sexuales
de cualquier índole.
La iglesia aún sigue diciendo que
si tienes sexo antes del matrimonio estás condenada a los fuegos del
infierno, si los hombres se masturban se les cae el pene y se quedan
ciegos, si se disfruta del sexo eres una cualquiera, (¿Hay santas
que hayan sido madres, descartando a la Virgen María?) siguen
asegurando que el SIDA es una maldición divina debida la
promiscuidad actual, y sin embargo de los abusos a menores que se han
demostrado perpetrados por sacerdotes, dicen que es un “error”,
un pecado que deben purgar en el retiro, no en la cárcel. Son
posturas y declaraciones que cuando menos sonrojan y desde luego me
van a tener enfrente en esos asuntos, no les voy a conceder ni el mas
mínimo indulto.
Hoy por hoy no sigo la religión
católica en ninguna de sus tradiciones, ya he dicho que respeto
enormemente a aquellos que la profesan, pero también a los que la
rechazan. Entiendo perfectamente a aquellos que argumentan que son
dueños de sus destinos, que comparan los ritos religiosos, tanto
católicos como de otras creencias, con los antiguos ritos paganos
que aún hoy vemos en gabinetes esotéricos que se anuncian por Internet y que en la mayoría de ocasiones no son mas que charlatanes
que se aprovechan de la ignorancia de la gente. Comprendo a aquellos
que critican todas las religiones y defienden contundente mente que
una doctrina “divina” siempre está al servicio interesado de
alguien, que siempre es maniquea, exclusivista, y tiene cierta
tendencia al “lavado de cerebro”. Pero como en todos los
posicionamientos extremos, algunos ateos son los primeros en criticar
a los demás sólo por el hecho de tener una creencia en algo más, y
en muchos casos han asociado a personas que se confiesan creyentes
con instituciones, regímenes y tradiciones totalmente obsoletas y
fuera del contexto general de la sociedad actual, aunque supongo que
a los del otro bando, se les puede acusar exactamente de lo mismo, en
sentido contrario.
Hoy por hoy tengo mi propia fe. La
que la experiencia me ha enseñado, que todo lo bueno y lo malo que
nos ocurre está influenciado por toda la humanidad. Soy prueba y
testigo viviente de lo mejor y lo peor del ser humano, he sido
víctima de situaciones atroces, y beneficiada del máximo altruismo.
Creo firmemente en el efecto mariposa y en la buena voluntad de la
gente. Y creo que si bien la fe –en Dios, Jehová, Mahoma, la madre
tierra, los extraterrestres o el hombre- puede unir a la gente y
hacerla solidaria, cualquier religión –o la falta de ella- puede
ser excluyente, separar, aislar a los que no son de su credo.
Cualquier mandato disfrazado de misticismo que prohíbe a alguien ser
una persona libre que acepte la libertad de los demás, no es válido
para mí.
Pero hay algo que a veces me sorprende incluso
a mi misma: Cuatro años antes de mi nacimiento, mi madre dio a luz a
una niña que murió pocos meses después. Ignoro la causa. No tengo
ni el mas ligero conocimiento de las circunstancias de su muerte
porque en casa estaba prohibido hablar de ella, de hecho conocí su
existencia con doce o trece años.
Cuando pienso en
ángeles, cuando recuerdo a mi madre hablándome de los niños que
iban al cielo al morir, ahora siempre me viene ella a la memoria. Y
en algunos instantes en los que me siento mas “creyente”, a veces
creo que, como decía mi madre, ella ahora es un ángel o un
fantasma, un espíritu. Y no puedo evitar hacer cábalas barajando la
posibilidad de que sea mi hermana la que pone a mi alcance señales
en el camino que me ayudan a seguir adelante, como si de un relato de
misterio se tratase, porque a veces los hechos aparentemente
inconexos y las coincidencias que a la larga han interferido en mi
vida han sido sorprendentes.
A veces creo en fantasmas,
como los de las leyendas victorianas, que permanecen junto a nosotros
para hacer justicia desde el mas allá. Tal vez sean restos de mi
imaginación infantil, que se niega a abandonarme, pero el hecho de
pronunciar su nombre, a veces me estremece tímidamente. Mi hermana
se llamaba Ángeles.
A veces necesito creer que hay algo
mas, tal vez para compensar el horror de mi realidad, entrando de
lleno en el mudo de fantasía que de niña creaba para sobrevivir.