martes, 10 de septiembre de 2013

INVOCANDO A ÁTROPOS




El sexo y la muerte probablemente sean dos de los temas más escabrosos que se pueden tratar. El sexo por ese punto de tabú que aún queda latente en la sociedad. La muerte, y más concretamente el suicidio porque, al menos yo, tengo la sensación de que si hablo de ello corro el riesgo de sentirme la responsable de algún disparate entre alguna víctima que me lea desesperada por estar en una situación límite.

Quisiera poder dar una palabra de aliento a aquellos que se encuentren en el abismo, pero no soy la más adecuada. Soy consciente de la sensación de oscuridad que inunda la mente en esos momentos y solo uno mismo tiene la capacidad para extender la mano y encender el interruptor que llene de luz su vida.



Para empezar diré que he intentado suicidarme varias veces. Recuerdo pensar en la muerte desde muy niña. Reconocí y aprendí enseguida qué era lo que cortaba el hilo de la vida.  

Una de las primeras reflexiones que escribí en un viejo cuaderno del colegio, con nueve o diez años, fue toda una declaración de intenciones: “voy a matarlos a todos. Esta noche, cuando duerman cogeré el cuchillo grande de la cocina”. Muchas noches me quedé dormida con la fantasía de levantarme de madrugada y cumplir lo escrito.
                                                 
La primera vez que pensé en quitarme la vida fue el Año del Infierno.

Mi Madrina se acababa de casar y esperaba su primer hijo. Nacería a finales de agosto. En junio, con las vacaciones de verano, me preparé para irme como todos los años a la casa de mis padres. Pasaría quince días para después cruzar el país hacia la casa que mis padrinos tenían en un pueblo costero, y quedarme allí el resto del verano. Como todos los años.

Mi padre vino a buscarme para viajar juntos en tren hacia mi ciudad natal. Jamás olvidaré aquel día: yo sentada en el tren con mi padre al lado, y mi Madrina de pie en el andén tirándome besos. Y entonces él me lo dijo: “este año te quedarás con nosotros todo el verano.” No pude evitarlo, las lagrimas acudieron como un torrente y vi a mi padre por el rabillo del ojo ponerse nervioso, y a la joven pareja que se sentaba enfrente que preguntaba si la mujer del andén era mi madre y él explicando que no, que la niña quería mucho a su Madrina y que siempre lloraba cuando se separaba de ella.

Si yo hubiese podido hablar les hubiera dicho que tenía un terrible presentimiento, que sentía miedo, un miedo absoluto e irracional. Les hubiera dicho que no sabía por qué, pero ese verano no quería pasar ni un solo día en el domicilio de mis progenitores, y recuerdo que suplicaba por que el tren no arrancase nunca. Nada me consolaba, ni siquiera saber que al final del estío estaría en un avión con la azafata ofreciéndome caramelos, rumbo a la ciudad donde vivían mis padrinos.

Tuve motivos para tener miedo. Apenas mi Madrina dio a luz, mi padre decidió que me quedaría todo el curso siguiente. Todos parecían estar de acuerdo. “Para que tu Madrina se recupere del parto” me dijeron. Ha sido el peor año de mi vida. El Año del Infierno.

Creo que hasta entonces, los abusos habían consistido básicamente en tocarme, acariciarme, pedirme que le tocara… algunas veces me metía el dedo, pero era como jugar. Jugar a un juego perturbador que me hacía sentir fatal.

No estoy segura de los tiempos, mi mente aún es un caos para determinar fechas, pero estoy casi segura de que fue en ese curso cuando todo se volvió más aterrador, más siniestro. Porque empezaron a ser más habituales las visitas a mi habitación por las mañanas. Ya no veía dibujos en su cama. Fue cuando las “clases” de anatomía genital se intensificaron. Cuando empezó a decirme que debía aprender a ser una mujer y cómo debía tratar a un hombre, cómo masturbarle. Se hacía pajas delante de mí, y creo que fue cuando empecé a hacerle las felaciones.

Y cuando me penetró por primera vez. Es curioso, sé que el dolor fue inmenso, pero no lo recuerdo. No recuerdo la “sensación física” del dolor. Sé que pensé “dios, me ha roto”, pero en mi mente lo veo como una película de súper ocho, sin sonido, sin tacto, sin vida, pero que me hace sentir un vacío en el estómago enorme.

Aquel invierno tuve una infección de orina brutal. Y pasaba horas enteras encerrada en la carbonera castigada por intentar llamar por teléfono a mi Madrina a escondidas. Y siguieron las vejaciones, los latigazos, las violaciones... Por las tardes, aprendí a saber cuando llegaba la hora de someterme a sus bajos instintos. Si llegaba dando voces, tocaba paliza. Si llegaba más tranquilo, sólo podía rezar para que durase poco tiempo. Pero por las mañanas, siempre me despertaba él.

Le denuncié. Convencí a mi madre de que lo denunciase. Al día siguiente, se retiró la denuncia,  para después explicarme que no volvería a ver a mis padrinos nunca más. Y mamá llegó a asegurarme que ahora que mi Madrina era madre, ya no me quería. Creía que lo había estropeado todo. Creía que al revelarlo, mis padres me habían castigado con la peor de las condenas, y mi Madrina ya no deseaba cuidar de alguien tan repugnante como yo. Eso fue lo que pensé. Ni siquiera se me ocurrió que ella podía desconocer lo que ocurría.

Fue la primera vez que me lo planteé. Me sentía desamparada, sin refugio. Los abusos llegaron a ser prácticamente diarios. No me quedaba nada, solo esperar la muerte. Me dejaba llevar de un lado a otro, sin esperanzas, simplemente estaba ahí. Hasta que encontré mi oportunidad.

Mi madre solía cruzar la autopista andando para subir al centro de la ciudad. El puente para los peatones que la cruzaba era de madera y estaba en mal estado. A ella le daba miedo usarlo.

Recuerdo caminar junto a ella. Recuerdo esperar en el badén, junto a la línea blanca a que no pasaran coches para llegar a la mediana.

Pasaban muy rápido. No había el tráfico de ahora, pero era una autopista con bastante movimiento. Recuerdo pensar: “si cruzo ahora me arrollará un coche y seguro que no me duele. Será tan rápido que ni me enteraré.” Lo había visto en una película.

Era un camión enorme, amarillo, de esos de las obras en construcción que transportaban tierra de un lado a otro. Avancé unos pasos y me puse en su trayectoria. No sé si mi madre gritó, pero sí recuerdo el sonido fuerte del claxon del camión, largo, penetrante, profundo, y en el último momento sentí que tiraban de mi chaqueta y me lanzaban literalmente a los arbustos que bordeaban la carretera.

Mi madre estaba pálida. Jadeaba por el esfuerzo de haber tirado de mí. No lloraba, no decía nada, no hacía falta. Solo me miraba asustada, pero también acusadora, reconociendo perfectamente lo que yo pretendía. No me soltó el brazo hasta llegar a casa. Y por supuesto me recordó que el suicidio era un pecado…

No perdí la esperanza. Esperé durante todo el día a que llegase mi padre para ver si mi madre le contaba lo que yo había intentado hacer. Con un poco de suerte se enfadaría tanto que él mismo terminaría el trabajo. No le dijo nada. De hecho jamás se ha hablado del tema. Como si nunca hubiera ocurrido.

Otros intentos serios, el buscar premeditadamente la manera de matarme, vinieron después, en mis años oscuros. Me venían recuerdos recurrentes que no era capaz de eliminar de mi mente. Era como si me hubiesen encerrado en un cine pasándome la misma escena una y otra vez, así que optaba por incendiar el cine. Y si me lo planteaba, pensaba: claro, le pego fuego y nadie se dará cuenta.

Porque realmente estaba convencida de que yo no le interesaba a nadie, ni siquiera a mi Madrina. Y si en un momento dado veía un gesto, una frase, una actitud de alguno de mis benefactores que me demostrase lo equivocada que estaba, lo que yo interpretaba es que lo hacían sólo para que sus conciencias estuviesen tranquilas... así de paranoica era.

Tenía una amiga del instituto que solía traficar con pasillas, anfetas principalmente, para estudiar. Le pedí algo para dormir, dormir sin pesadillas. Creo que la caja era blanca y roja. Las pastillas pequeñas, como lentejas. Nunca supe lo que era. Tomé dos, y después de pensarlo un poco otras dos, quería asegurarme de dormir bien, pero aquella noche fue de todo menos tranquila: mi mente experimentó una evasión en toda regla.

Recuerdo una casa llena de puertas. Cada vez que abría una puerta veía cosas... a mi madre haciendo la comida en la cocina de carbón; a mi padre pasmado viendo “los ángeles de Charlie”; a mi hermano, el de mi edad, con el cuerpo abierto a latigazos, a mí misma de pie viendo la tele porque no podía sentarme por la irritación, y las imágenes se mezclaban con otras en las que flotaba en una especie de agua pintada… roja, amarilla, azul… 

Fue como subir a una montaña rusa.  Para mí aquellas imágenes fueron tan reales, tan intensas, que creo que me desperté, dentro de mi “viaje” empapada en sudor, temblando y llorando, porque tengo una imagen de mí misma cogiendo la caja de las pastillas y sacándolas  de su envase, depositando una a una en la mesita de noche mirándolas fascinada, y pensar: “solo para que pare, solo para que pare,” colocando uno a uno los comprimidos sobre la palma de mi mano. Por un momento, me recordaron caramelos.

No recuerdo bien el proceso mental que experimenté, pero supongo que desde el fondo de mi alma, me gritaba que si lo hacía, se detendría la película, pero también mataría a mi Monstruo...y a mí. Se acabaría todo… Recuerdo que aquella idea me fascinó. Eso sí lo recuerdo.

¿Y por qué no? Después de todo, que pintaba en este mundo una estúpida como yo, que no era capaz de sacar un curso de bachillerato adelante, que era excesivamente torpe para cuidar de un niño, el hijo de dos años de Mi Madrina, que sentía demasiada vergüenza como para salir a la calle y enfrentarse a las miradas de la gente…  y mi Madrina estaría mejor sin mí. No tendría que cuidar de alguien tan horrible como yo, se sentiría mejor, más libre para ser feliz con su nueva familia. Estaba cansada, muy cansada, sin duda era la solución a todo. Y no por cobardía, sino por apatía.

Había leído que si llegan a tiempo, te hacen un lavado de estómago. No quería que me encontrasen hasta que fuese demasiado tarde. Esperaría. Encontraría el momento adecuado para que todo saliese perfecto. Lo planeé para el sábado siguiente, mi Madrina trabajaba, su hijo se lo llevaría su hermana y yo estaría completamente sola. Le compré a mi amiga más pastillas. Robé el dinero de la caja de la tienda de mi Madrina. Incluso llegué a escribir una nota, pidiéndole perdón por el hurto.

Tenía una dálmata. Era más lista que el hambre. Solo le faltaba hablar. Hacía cualquier cosa por una galleta. Esa tarde se comportó de una forma extraña. Estuvo ladrando y dándome pequeños mordiscos todo el rato, muy nerviosa. Seguramente es coincidencia, pero jamás la he vuelto a ver comportarse así. Me preocupó tanto que volví a posponer mi decisión.

En otra ocasión acababa de discutir con mi Madrina. No recuerdo la razón. Posiblemente fuese una tontería, una discusión de las que todos los padres pasan con sus hijos adolescentes. Pero ella me dijo algo que me hirió de manera profunda: “te pareces a tu padre”. Ni siquiera recuerdo el contexto de la conversación, probablemente no quiso decir lo que dijo, o yo lo interpreté mal. O ella también es humana…

Solo recuerdo cómo me golpearon aquellas palabras. Creo que fue la primera vez que fui realmente consciente de la clase de Monstruo que era mi padre, y creo que por un momento tuve conciencia real de lo que me había hecho y de todas sus consecuencias y me vi superada. No pude asumirlo en ese momento.

Ahora, después de casi treinta años creo que lo que vi aquella tarde, lo que sentí tras oír las palabras de mi Madrina, es exactamente lo que ahora empiezo a comprender, a analizar y a asimilar. Creo que en ese instante mi mente se vio desbordada por todo y reaccionó de la única forma que encontró.

Recuerdo que quité la cuchilla a un rasca-vidrios de la cocina y fui a mi habitación. No pude hacerlo. Mi mano empezó a temblar de tal manera que no conseguía acertar en el corte. Y me sentí peor todavía, porque ni siquiera era capaz de matarme… recuerdo que empecé a divagar con el pensamiento, y al verme incapaz de realizar un corte limpio, me sentí cobarde, me infringí varias heridas, me castigaba por inútil. Recuerdo la hipnótica sensación de alivio que sentía con cada corte.

Al no conseguir mi objetivo, tome la alternativa de escaparme de casa. Pasé tres días en una pensión para prostitutas de mala muerte en las afueras de la ciudad. De esas en las que tenías que compartir un aseo común con varios inquilinos y un montón de cucarachas.

No fue la única vez que tuve esos pensamientos suicidas. En el futuro, mi juego con las drogas y con otras prácticas de riesgo eran en el fondo una manera de autolesionarme, sin medir las consecuencias, y siendo plenamente consciente de ello.

A veces estaba con gente que me ofrecía algo de droga, y cuando la tomaba pensaba, a lo mejor esta vez sí acabo con todo…  Salí con un traficante que tenía tres motos de gran cilindrada y dos automóviles deportivos de alta gama. Nos jugábamos la vida todas las noches en la carretera y siempre era yo la que le arengaba: “dale gas”. No me importaba tener un accidente, solo deseaba que, si ocurría, me muriese en el impacto.

 "Seguro que sólo quiere llamar la atención" he oído esa frase innumerables veces. Para mí no fue así. No había un "voy a ver si me pillan con las pastillas..." tan solo quería desaparecer porque no veía ningún motivo para estar aquí, simplemente no me importaba nada. Cada mañana me despertaba y pensaba “otro día más, igual que ayer, igual que antes de ayer, igual que mañana… ¿de qué sirve, para qué?” Y mi monstruo no hacía más que taladrarme la mente: -Soy un asco, soy horrible, estoy sucia, no sirvo para nada, estoy loca, soy estúpida, todos me odian, se burlan de mí, estoy mejor muerta…- estaba enterrada viva entre un montón de asquerosos recuerdos.

Es difícil de expresar para los que no han tenido esos pensamientos. ¿Cómo le explicas a un ciego qué es el arco iris? ¿Cómo le explicas a un sordo qué es la música? El dolor puede ser enorme, el abismo puede ser infinito, solo el que ha sentido algo así sabe de lo que hablo. Es como llegar a un callejón sin salida, como verse encerrada junto a tu monstruo, y con la sensación de que no puedes luchar porque estas inmovilizado ante tu verdugo, y solo puedes dejar que caiga el hacha.

Afortunadamente mi familia adoptiva tenía más fe en mí que yo misma, y jamás me abandonaron. Ignoro si sospecharon alguna vez mis intenciones suicidas, pero en cualquier caso, siempre estuvieron pendientes de mi, y ahora me siento fatal pensando lo injusta que fui con ellos, ya que entonces no fui capaz de ver lo mucho que me aprecian.

Hace mucho que no pienso en la muerte. Afortunadamente esa etapa ha pasado a un segundo plano. Pero nunca estoy libre de volver. La última vez que sentí algo así, ocurrió cuando me quedé embarazada. Sé que es una barbaridad lo que vais a leer, y que vais a pensar que soy un monstruo, pero es lo que en el fondo de mi corazón sentí cuando fui consciente de mi embarazo, en sus primeros días, y así lo escribí por entonces en mi diario:

A lo mejor es una niña. Y no sé si quiero tenerla. No sé qué hacer.
Si a mi niña le hacen lo que a mí, primero le mataré. Por pura venganza. Y después me mataré yo, porque todo volvería a empezar y no lo soportaría.
Pero antes de matarme, mataría a mi propia hija. Preferiría verla muerta antes de que pasase por lo mismo que yo.


Posteriormente he vuelto a tener pensamientos de suicidio, aunque nunca volví a plantearme el acto concreto. La idea es que te sientes responsable de lo mal que le van las cosas a tus seres queridos y piensas que si desapareces los problemas se van contigo. No lo haces para huir sino para hacer que desaparezcan. "Muerto el perro, se acabó la rabia". Estaba convencida que si yo moría, mi marido progresaría en su empresa, mi hijo sacaría mejores notas y sería feliz, porque estaba convencida de ser yo la que les impedía avanzar. Mi muerte les libraría de todo eso. La gente tiende a pensar que el suicida lo es por cobardía, para huir de los problemas. El suicida piensa que se llevará los problemas con él, y os librará a todos de esa carga.

Supongo que no hace falta decir que ya no siento nada de eso. Me siento orgullosa de mi hijo. Se ha convertido en un joven responsable y sensible al que quiero con toda el alma. Me siento agradecida de que él no haya sufrido abusos, porque fue el miedo irracional con el que viví su infancia.  

Realmente no sé bien como he pasado de un punto a otro. Tan solo puedo decir que un día, de repente, te levantas y te das cuenta de que puedes vivir con ello. Simplemente cambié la pregunta ¿De qué sirve vivir? Por la pregunta ¿De qué sirve morir? Y encontré la respuesta: morir no sirve de nada.

Lo cierto es que a la hora de escribir esta entrada tengo la sensación de que cada día me hago un poquito más fuerte, un poquito más poderosa. Y cada día mi monstruo se vuelve más pequeño. Me considero un poquito más centrada, más segura, más confiada en el futuro y, a pesar del camino que aun me queda, feliz.

Feliz porque deseo recorrer ese camino, me hace ilusión cada paso que doy. Quiero releer este blog dentro de diez o veinte años y comprobar que he afianzado lo que ya he conseguido y que en ese tiempo he superado los retos que me había impuesto. Y a pesar de los bajones que vendrán, quiero saber que he podido mantener la fuerza necesaria para luchar, un día más, contra mi monstruo. Y Tal vez no lo mate, pero cada vez se escapará menos de las mazmorras.

 “Y ahora sé lo que debo hacer, seguir respirando porque mañana volverá a amanecer, y quién sabe qué traerá la marea”
Náufrago (2000) Robert Zemeckis.       

Némesis en el Averno
            

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