miércoles, 18 de septiembre de 2013

Crecen los casos de abuso sexual en varones y de negligencia familiar


Neuquén
ARGENTINA

 Las situaciones de abuso sexual en varones crecieron en los últimos cuatro años como así también las de negligencia familiar, de acuerdo a los datos relevados por el Equipo de Atención al Maltrato y Abuso Sexual Infantil del servicio de Pediatría del Hospital Castro Rendón.
Según el informe, que da cuenta de todos los casos ingresados a partir de los llamados a la Línea 102 del mencionado servicio, en 2012 un total de 41 varones fueron atendidos por abuso sexual, cuando en 2008 asistieron a 24, lo que representa un incremento del 71 por ciento.
Del informe surge también que los pacientes víctimas de situaciones de negligencia a las que tuvo que asistir el equipo de profesionales del Castro Rendón fueron 245 en 2012, en tanto en 2008 fueron 144, lo que constituye un incremento del 70 por ciento.
Mónica Belli, titular del Equipo de Atención al Maltrato y Abuso Sexual Infantil, indicó que "en el año 2012 fueron 1.297 los niños, niñas y adolescentes asistidos, de los cuales el 58,3 por ciento fueron atendidos por primera vez y el 41,7 seguidos o con una nueva vulneración de sus derechos. En tanto, en 2008 tuvimos 1.095 niños, niñas y adolescentes atendidos. Es decir que se incrementó en un 18 por ciento la cantidad de pacientes que fueron asistidos".
En relación a la cantidad de situaciones de abuso sexual infantil, la especialista señaló que por lo general el abuso sexual es contra las niñas "pero el año pasado se incrementó la cantidad de varones que sufrieron este tipo de abuso”.
 
Piden ayuda más pronto

Al explicar los motivos del aumento en los casos de abuso sexual cuyas víctimas son varones, Mónica Belli consideró que “tal vez esto se debe a que los varones pueden pedir ayuda más prontamente y también refleja una falta de respeto que hay en la actualidad hacia los varones. Igualmente las mujeres siguen siendo las que sufren más este tipo de abusos".
En ese sentido, la especialista indicó que el servicio registró una suba en la cantidad de varones asistidos durante el año 2012, 647 (49,8 por ciento), muy cerca de las mujeres que fueron 650 (50,2 por ciento).
Las estadísticas del año 2008 indicaron que ese año 525 de las víctimas fueron mujeres (53 por ciento) y 458 varones (47 por ciento).
Comentó que una de las características del abuso es que en casi el 80 por ciento los agresores son personas del entorno familiar (padres, padrastro, tíos, abuelos, hermanos mayores), y el 14 por ciento conocidos de la víctima (vecinos, amigos de la familia, padrinos).
“Seguimos con la misma tendencia, estos números reflejan que para muchos niños, niñas y adolescentes el peligro mayor está dentro de su propia familia”.
Otro de los puntos que destacó Belli, que genera preocupación en los profesionales del Castro Rendón, es la edad del agresor sexual.
“Nuestra estadística muestra que estas conductas se presentan desde la adolescencia hasta adultos mayores. Muestra un incremento (en el grupo etario de 31 a 40 años) coincidente con la etapa vital de la paternidad, lo que se relaciona con que más de la mitad de los agresores representan los padres y padrastros. Nuestra estadística coincide con una de las características del perfil de los abusadores sexuales que señala que la edad de inicio de las conductas abusivas es la adolescencia, repitiéndola a lo largo de la vida hasta la tercera edad”, explicó Belli.
 
Fallas en cuidados básicos

De las estadísticas de 2012 se destaca también un fuerte incremento en los casos de negligencia que fueron asistidos por el servicio del hospital.
Durante el año pasado, 245 pacientes fueron atendidos por situaciones de negligencia, un 70 por ciento más de los casos atendidos en 2008, que totalizaron 144.
Del total de pacientes víctimas de negliencia, 137 fueron varones (56 por ciento) y 108 mujeres (44 por ciento).
Respecto al rango etáreo, se recepcionaron la mayor cantidad de llamadas relacionadas a la vulneración de niños de hasta 4 años, llegando a ser 102 (42 por ciento), 100 de 5 a 12 años (41 por ciento) y 43 entre 13 y 18 años (17 por ciento).
Belli explicó que por negligencia se entiende "las fallas en los cuidados básicos diarios y especiales de un niño, niña o adolescente ya sea por ignorancia, acción u omisión, dejar o abstenerse de atender las necesidades del menor y los deberes de guarda, protección o cuidado inadecuado”.
Agregó que "lo que estamos notando es que son muchos los chicos que pasan el día solos o al cuidado de otros hermanos que también son menores. Esto también tiene relación con el tipo de lesiones que tienen los chicos por la falta de cuidado o protección. Hay muchos padres adolescentes que beben o consumen drogas, lo que genera estos casos”.
Entre las lesiones más relevantes en los niños y niñas entre 2 meses a 11 años asistidos por el servicio producto de la negligencia se encuentra la intoxicación por psicofármacos, traumatismo ocular por arma de fuego, fractura de fémur, quemados, traumatismo de cráneo encefálico, politraumatismos e internaciones por afecciones no tratadas.


http://www.lmneuquen.com.ar/noticias/2013/9/16/crecen-los-casos-de-abuso-sexual-en-varones-y-de-negligencia-familiar_200382


martes, 17 de septiembre de 2013

Cuando las víctimas logran hablar

Una de las mayores dificultades del trabajo en sensibilización y prevención del maltrato infantil son las limitaciones, cuando no la imposibilidad de las víctimas de narrar su historia, de contarla en voz alta y clara, no solo a sus familias, sino a toda la sociedad. Además de la dificultad para lograr que sean escuchadas y creídas con la misma fiabilidad con que se escucha y cree a las víctimas adultas.

Sin entrar en los problemas derivados de la fiabilidad del testimonio, de los que ya nos hemos hecho eco en Espirales CI varias veces, hoy queremos reflexionar sobre una noticia tan estremecedora como real. Los hijos de una mujer fallecida publican en un periódico una necrológica sobre su madre en la que cuentan todo el maltrato que les infringió durante su vida, expresan la paz que supone para ellos su muerte porque les garantiza el fin de su pesadilla y demandan la necesidad de que las víctimas por fin alcen la voz y no callen más. El periódico, como se puede ver en la noticia, retiró el escrito del periódico y declaró que haría una investigación sobre su publicación.
Más detalles sobre la noticia los podéis leer en este artículo de Terra y en este artículo de El Confidencial.
Esta es una noticia que produce escalofríos. Por el dolor y el sufrimiento que esconde, por el modo y el momento que han elegido los hijos de hablar, por sus palabras contundentes… por muchas cosas. Pero creemos que hay varios aspectos sobre los que deberíamos parar a pensar un momento:
1. La memoria y la justicia son dos elementos imprescindibles en un proceso de reconstrucción de la vida y el alma después de haber sufrido cualquier forma de maltrato. Los niños y niñas víctimas de maltrato necesitan ambas cosas. Poder hablar y narrar lo sucedido, que no se olvide, que no se niegue. Y justicia, no sólo en el ámbito legal, sino en el social y familiar. Que sus familias reconozcan el maltrato y les visibilicen a ellos como víctimas. No porque sean solo eso, que son mucho más que eso, sino por honrar su dolor y sufrimiento. Nombrar el maltrato no implica reducir a los niños y niñas a víctimas sino honrar su dolor y la valentía que han demostrado al afrontarlo. Esa justicia social y familiar que viene del reconocimiento de la agresión, del daño infringido por el agresor o agresora y del dolor vivido por las víctimas no lo puede dar la ley sino la sociedad, y en concreto la familia y la comunidad donde viven tanto víctimas como agresores.
2. Toda víctima siente rabia, además de miedo, dolor, impotencia y culpa, y es una rabia legítima. Esa rabia esconde un sufrimiento enorme, y la rabia les permite sacarlo fuera. Pero la rabia está socialmente censurada. Se considera a menudo “fuera de lugar” o “inadecuada”. A estos hijos que escriben esa necrológica sobre su madre, se les censura socialmente por expresar en voz alta vivencias que para cualquier persona serían dolorosas y destructivas. Se les censura por lo que dicen, pero también por la forma y el momento que eligen para hacerlo, que sin duda están elegidos también desde la rabia. Y es importante legitimar esa rabia. Los relatos de las víctimas van a estar plagados de rabia y dolor y la única forma que tienen de sanar su tristeza, no es olvidar ese dolor y esa rabia, sino sacarlos, vivirlos y sentirse reconocidos más allá de ese dolor. Solo en ese reconocimiento, solo cuando su entorno comprenda que nunca podrán ni querrán olvidar, solo entonces podrán llegar a la aceptación y paz interior. Y desde esa paz reconstruirán sus vidas.
3. Y desde todo lo anterior es el momento de recalcar que las asociaciones que se han ido constituyendo en los últimos años en nuestro país de adultos que fueron víctimas de maltrato y/o abuso en su infancia desempeñan un papel clave en la sensibilización y prevención del maltrato infantil. No hablamos de todas las asociaciones, fundaciones, instituciones y organizaciones que trabajan en el tema de maltrato infantil, en su prevención, detección y tratamiento, que son muchas más, sino específicamente de aquellas que surgen como asociaciones de adultos que fueron víctimas de maltrato y/o abuso en su infancia. Constituyen foros donde las personas que han vivido experiencias similares pueden sentirse comprendidas, reconocidas y legitimadas. Foros que pueden hablar por quienes no tienen voz. Foros que pueden exigir a la sociedad que no vuelva la vista ante esta problemática. Grupos de personas que pueden contribuir a que los demás conozcan ese dolor y sepan o mejoren su modo de intervenir y actuar ante él. Esas asociaciones legitiman el dolor y la memoria de quienes no pudieron hablar. Y suponen un reposo y un futuro para quienes han de encontrar el camino hacia esa paz interior. Su trabajo se ha convertido en un elemento esencial del trabajo de prevención del maltrato infantil, un trabajo que los profesionales no podemos sustituir, tan sólo apoyar y agradecer. Asociaciones, entre otras, como:
Estas y otras asociaciones que quizá puedan existir y de las que no tengamos conocimiento directo. Vaya esta entrada como homenaje de quienes trabajamos en Espirales CI, no sólo a personas que alzan la voz y cuentan su historia como lo hacen los protagonistas de esta noticia, sino a todas las personas que han creado esos foros o asociaciones. Todo nuestro conmovido y agradecido homenaje a su valentía.
Pepa, Javier, Lucía y David
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martes, 10 de septiembre de 2013

INVOCANDO A ÁTROPOS




El sexo y la muerte probablemente sean dos de los temas más escabrosos que se pueden tratar. El sexo por ese punto de tabú que aún queda latente en la sociedad. La muerte, y más concretamente el suicidio porque, al menos yo, tengo la sensación de que si hablo de ello corro el riesgo de sentirme la responsable de algún disparate entre alguna víctima que me lea desesperada por estar en una situación límite.

Quisiera poder dar una palabra de aliento a aquellos que se encuentren en el abismo, pero no soy la más adecuada. Soy consciente de la sensación de oscuridad que inunda la mente en esos momentos y solo uno mismo tiene la capacidad para extender la mano y encender el interruptor que llene de luz su vida.



Para empezar diré que he intentado suicidarme varias veces. Recuerdo pensar en la muerte desde muy niña. Reconocí y aprendí enseguida qué era lo que cortaba el hilo de la vida.  

Una de las primeras reflexiones que escribí en un viejo cuaderno del colegio, con nueve o diez años, fue toda una declaración de intenciones: “voy a matarlos a todos. Esta noche, cuando duerman cogeré el cuchillo grande de la cocina”. Muchas noches me quedé dormida con la fantasía de levantarme de madrugada y cumplir lo escrito.
                                                 
La primera vez que pensé en quitarme la vida fue el Año del Infierno.

Mi Madrina se acababa de casar y esperaba su primer hijo. Nacería a finales de agosto. En junio, con las vacaciones de verano, me preparé para irme como todos los años a la casa de mis padres. Pasaría quince días para después cruzar el país hacia la casa que mis padrinos tenían en un pueblo costero, y quedarme allí el resto del verano. Como todos los años.

Mi padre vino a buscarme para viajar juntos en tren hacia mi ciudad natal. Jamás olvidaré aquel día: yo sentada en el tren con mi padre al lado, y mi Madrina de pie en el andén tirándome besos. Y entonces él me lo dijo: “este año te quedarás con nosotros todo el verano.” No pude evitarlo, las lagrimas acudieron como un torrente y vi a mi padre por el rabillo del ojo ponerse nervioso, y a la joven pareja que se sentaba enfrente que preguntaba si la mujer del andén era mi madre y él explicando que no, que la niña quería mucho a su Madrina y que siempre lloraba cuando se separaba de ella.

Si yo hubiese podido hablar les hubiera dicho que tenía un terrible presentimiento, que sentía miedo, un miedo absoluto e irracional. Les hubiera dicho que no sabía por qué, pero ese verano no quería pasar ni un solo día en el domicilio de mis progenitores, y recuerdo que suplicaba por que el tren no arrancase nunca. Nada me consolaba, ni siquiera saber que al final del estío estaría en un avión con la azafata ofreciéndome caramelos, rumbo a la ciudad donde vivían mis padrinos.

Tuve motivos para tener miedo. Apenas mi Madrina dio a luz, mi padre decidió que me quedaría todo el curso siguiente. Todos parecían estar de acuerdo. “Para que tu Madrina se recupere del parto” me dijeron. Ha sido el peor año de mi vida. El Año del Infierno.

Creo que hasta entonces, los abusos habían consistido básicamente en tocarme, acariciarme, pedirme que le tocara… algunas veces me metía el dedo, pero era como jugar. Jugar a un juego perturbador que me hacía sentir fatal.

No estoy segura de los tiempos, mi mente aún es un caos para determinar fechas, pero estoy casi segura de que fue en ese curso cuando todo se volvió más aterrador, más siniestro. Porque empezaron a ser más habituales las visitas a mi habitación por las mañanas. Ya no veía dibujos en su cama. Fue cuando las “clases” de anatomía genital se intensificaron. Cuando empezó a decirme que debía aprender a ser una mujer y cómo debía tratar a un hombre, cómo masturbarle. Se hacía pajas delante de mí, y creo que fue cuando empecé a hacerle las felaciones.

Y cuando me penetró por primera vez. Es curioso, sé que el dolor fue inmenso, pero no lo recuerdo. No recuerdo la “sensación física” del dolor. Sé que pensé “dios, me ha roto”, pero en mi mente lo veo como una película de súper ocho, sin sonido, sin tacto, sin vida, pero que me hace sentir un vacío en el estómago enorme.

Aquel invierno tuve una infección de orina brutal. Y pasaba horas enteras encerrada en la carbonera castigada por intentar llamar por teléfono a mi Madrina a escondidas. Y siguieron las vejaciones, los latigazos, las violaciones... Por las tardes, aprendí a saber cuando llegaba la hora de someterme a sus bajos instintos. Si llegaba dando voces, tocaba paliza. Si llegaba más tranquilo, sólo podía rezar para que durase poco tiempo. Pero por las mañanas, siempre me despertaba él.

Le denuncié. Convencí a mi madre de que lo denunciase. Al día siguiente, se retiró la denuncia,  para después explicarme que no volvería a ver a mis padrinos nunca más. Y mamá llegó a asegurarme que ahora que mi Madrina era madre, ya no me quería. Creía que lo había estropeado todo. Creía que al revelarlo, mis padres me habían castigado con la peor de las condenas, y mi Madrina ya no deseaba cuidar de alguien tan repugnante como yo. Eso fue lo que pensé. Ni siquiera se me ocurrió que ella podía desconocer lo que ocurría.

Fue la primera vez que me lo planteé. Me sentía desamparada, sin refugio. Los abusos llegaron a ser prácticamente diarios. No me quedaba nada, solo esperar la muerte. Me dejaba llevar de un lado a otro, sin esperanzas, simplemente estaba ahí. Hasta que encontré mi oportunidad.

Mi madre solía cruzar la autopista andando para subir al centro de la ciudad. El puente para los peatones que la cruzaba era de madera y estaba en mal estado. A ella le daba miedo usarlo.

Recuerdo caminar junto a ella. Recuerdo esperar en el badén, junto a la línea blanca a que no pasaran coches para llegar a la mediana.

Pasaban muy rápido. No había el tráfico de ahora, pero era una autopista con bastante movimiento. Recuerdo pensar: “si cruzo ahora me arrollará un coche y seguro que no me duele. Será tan rápido que ni me enteraré.” Lo había visto en una película.

Era un camión enorme, amarillo, de esos de las obras en construcción que transportaban tierra de un lado a otro. Avancé unos pasos y me puse en su trayectoria. No sé si mi madre gritó, pero sí recuerdo el sonido fuerte del claxon del camión, largo, penetrante, profundo, y en el último momento sentí que tiraban de mi chaqueta y me lanzaban literalmente a los arbustos que bordeaban la carretera.

Mi madre estaba pálida. Jadeaba por el esfuerzo de haber tirado de mí. No lloraba, no decía nada, no hacía falta. Solo me miraba asustada, pero también acusadora, reconociendo perfectamente lo que yo pretendía. No me soltó el brazo hasta llegar a casa. Y por supuesto me recordó que el suicidio era un pecado…

No perdí la esperanza. Esperé durante todo el día a que llegase mi padre para ver si mi madre le contaba lo que yo había intentado hacer. Con un poco de suerte se enfadaría tanto que él mismo terminaría el trabajo. No le dijo nada. De hecho jamás se ha hablado del tema. Como si nunca hubiera ocurrido.

Otros intentos serios, el buscar premeditadamente la manera de matarme, vinieron después, en mis años oscuros. Me venían recuerdos recurrentes que no era capaz de eliminar de mi mente. Era como si me hubiesen encerrado en un cine pasándome la misma escena una y otra vez, así que optaba por incendiar el cine. Y si me lo planteaba, pensaba: claro, le pego fuego y nadie se dará cuenta.

Porque realmente estaba convencida de que yo no le interesaba a nadie, ni siquiera a mi Madrina. Y si en un momento dado veía un gesto, una frase, una actitud de alguno de mis benefactores que me demostrase lo equivocada que estaba, lo que yo interpretaba es que lo hacían sólo para que sus conciencias estuviesen tranquilas... así de paranoica era.

Tenía una amiga del instituto que solía traficar con pasillas, anfetas principalmente, para estudiar. Le pedí algo para dormir, dormir sin pesadillas. Creo que la caja era blanca y roja. Las pastillas pequeñas, como lentejas. Nunca supe lo que era. Tomé dos, y después de pensarlo un poco otras dos, quería asegurarme de dormir bien, pero aquella noche fue de todo menos tranquila: mi mente experimentó una evasión en toda regla.

Recuerdo una casa llena de puertas. Cada vez que abría una puerta veía cosas... a mi madre haciendo la comida en la cocina de carbón; a mi padre pasmado viendo “los ángeles de Charlie”; a mi hermano, el de mi edad, con el cuerpo abierto a latigazos, a mí misma de pie viendo la tele porque no podía sentarme por la irritación, y las imágenes se mezclaban con otras en las que flotaba en una especie de agua pintada… roja, amarilla, azul… 

Fue como subir a una montaña rusa.  Para mí aquellas imágenes fueron tan reales, tan intensas, que creo que me desperté, dentro de mi “viaje” empapada en sudor, temblando y llorando, porque tengo una imagen de mí misma cogiendo la caja de las pastillas y sacándolas  de su envase, depositando una a una en la mesita de noche mirándolas fascinada, y pensar: “solo para que pare, solo para que pare,” colocando uno a uno los comprimidos sobre la palma de mi mano. Por un momento, me recordaron caramelos.

No recuerdo bien el proceso mental que experimenté, pero supongo que desde el fondo de mi alma, me gritaba que si lo hacía, se detendría la película, pero también mataría a mi Monstruo...y a mí. Se acabaría todo… Recuerdo que aquella idea me fascinó. Eso sí lo recuerdo.

¿Y por qué no? Después de todo, que pintaba en este mundo una estúpida como yo, que no era capaz de sacar un curso de bachillerato adelante, que era excesivamente torpe para cuidar de un niño, el hijo de dos años de Mi Madrina, que sentía demasiada vergüenza como para salir a la calle y enfrentarse a las miradas de la gente…  y mi Madrina estaría mejor sin mí. No tendría que cuidar de alguien tan horrible como yo, se sentiría mejor, más libre para ser feliz con su nueva familia. Estaba cansada, muy cansada, sin duda era la solución a todo. Y no por cobardía, sino por apatía.

Había leído que si llegan a tiempo, te hacen un lavado de estómago. No quería que me encontrasen hasta que fuese demasiado tarde. Esperaría. Encontraría el momento adecuado para que todo saliese perfecto. Lo planeé para el sábado siguiente, mi Madrina trabajaba, su hijo se lo llevaría su hermana y yo estaría completamente sola. Le compré a mi amiga más pastillas. Robé el dinero de la caja de la tienda de mi Madrina. Incluso llegué a escribir una nota, pidiéndole perdón por el hurto.

Tenía una dálmata. Era más lista que el hambre. Solo le faltaba hablar. Hacía cualquier cosa por una galleta. Esa tarde se comportó de una forma extraña. Estuvo ladrando y dándome pequeños mordiscos todo el rato, muy nerviosa. Seguramente es coincidencia, pero jamás la he vuelto a ver comportarse así. Me preocupó tanto que volví a posponer mi decisión.

En otra ocasión acababa de discutir con mi Madrina. No recuerdo la razón. Posiblemente fuese una tontería, una discusión de las que todos los padres pasan con sus hijos adolescentes. Pero ella me dijo algo que me hirió de manera profunda: “te pareces a tu padre”. Ni siquiera recuerdo el contexto de la conversación, probablemente no quiso decir lo que dijo, o yo lo interpreté mal. O ella también es humana…

Solo recuerdo cómo me golpearon aquellas palabras. Creo que fue la primera vez que fui realmente consciente de la clase de Monstruo que era mi padre, y creo que por un momento tuve conciencia real de lo que me había hecho y de todas sus consecuencias y me vi superada. No pude asumirlo en ese momento.

Ahora, después de casi treinta años creo que lo que vi aquella tarde, lo que sentí tras oír las palabras de mi Madrina, es exactamente lo que ahora empiezo a comprender, a analizar y a asimilar. Creo que en ese instante mi mente se vio desbordada por todo y reaccionó de la única forma que encontró.

Recuerdo que quité la cuchilla a un rasca-vidrios de la cocina y fui a mi habitación. No pude hacerlo. Mi mano empezó a temblar de tal manera que no conseguía acertar en el corte. Y me sentí peor todavía, porque ni siquiera era capaz de matarme… recuerdo que empecé a divagar con el pensamiento, y al verme incapaz de realizar un corte limpio, me sentí cobarde, me infringí varias heridas, me castigaba por inútil. Recuerdo la hipnótica sensación de alivio que sentía con cada corte.

Al no conseguir mi objetivo, tome la alternativa de escaparme de casa. Pasé tres días en una pensión para prostitutas de mala muerte en las afueras de la ciudad. De esas en las que tenías que compartir un aseo común con varios inquilinos y un montón de cucarachas.

No fue la única vez que tuve esos pensamientos suicidas. En el futuro, mi juego con las drogas y con otras prácticas de riesgo eran en el fondo una manera de autolesionarme, sin medir las consecuencias, y siendo plenamente consciente de ello.

A veces estaba con gente que me ofrecía algo de droga, y cuando la tomaba pensaba, a lo mejor esta vez sí acabo con todo…  Salí con un traficante que tenía tres motos de gran cilindrada y dos automóviles deportivos de alta gama. Nos jugábamos la vida todas las noches en la carretera y siempre era yo la que le arengaba: “dale gas”. No me importaba tener un accidente, solo deseaba que, si ocurría, me muriese en el impacto.

 "Seguro que sólo quiere llamar la atención" he oído esa frase innumerables veces. Para mí no fue así. No había un "voy a ver si me pillan con las pastillas..." tan solo quería desaparecer porque no veía ningún motivo para estar aquí, simplemente no me importaba nada. Cada mañana me despertaba y pensaba “otro día más, igual que ayer, igual que antes de ayer, igual que mañana… ¿de qué sirve, para qué?” Y mi monstruo no hacía más que taladrarme la mente: -Soy un asco, soy horrible, estoy sucia, no sirvo para nada, estoy loca, soy estúpida, todos me odian, se burlan de mí, estoy mejor muerta…- estaba enterrada viva entre un montón de asquerosos recuerdos.

Es difícil de expresar para los que no han tenido esos pensamientos. ¿Cómo le explicas a un ciego qué es el arco iris? ¿Cómo le explicas a un sordo qué es la música? El dolor puede ser enorme, el abismo puede ser infinito, solo el que ha sentido algo así sabe de lo que hablo. Es como llegar a un callejón sin salida, como verse encerrada junto a tu monstruo, y con la sensación de que no puedes luchar porque estas inmovilizado ante tu verdugo, y solo puedes dejar que caiga el hacha.

Afortunadamente mi familia adoptiva tenía más fe en mí que yo misma, y jamás me abandonaron. Ignoro si sospecharon alguna vez mis intenciones suicidas, pero en cualquier caso, siempre estuvieron pendientes de mi, y ahora me siento fatal pensando lo injusta que fui con ellos, ya que entonces no fui capaz de ver lo mucho que me aprecian.

Hace mucho que no pienso en la muerte. Afortunadamente esa etapa ha pasado a un segundo plano. Pero nunca estoy libre de volver. La última vez que sentí algo así, ocurrió cuando me quedé embarazada. Sé que es una barbaridad lo que vais a leer, y que vais a pensar que soy un monstruo, pero es lo que en el fondo de mi corazón sentí cuando fui consciente de mi embarazo, en sus primeros días, y así lo escribí por entonces en mi diario:

A lo mejor es una niña. Y no sé si quiero tenerla. No sé qué hacer.
Si a mi niña le hacen lo que a mí, primero le mataré. Por pura venganza. Y después me mataré yo, porque todo volvería a empezar y no lo soportaría.
Pero antes de matarme, mataría a mi propia hija. Preferiría verla muerta antes de que pasase por lo mismo que yo.


Posteriormente he vuelto a tener pensamientos de suicidio, aunque nunca volví a plantearme el acto concreto. La idea es que te sientes responsable de lo mal que le van las cosas a tus seres queridos y piensas que si desapareces los problemas se van contigo. No lo haces para huir sino para hacer que desaparezcan. "Muerto el perro, se acabó la rabia". Estaba convencida que si yo moría, mi marido progresaría en su empresa, mi hijo sacaría mejores notas y sería feliz, porque estaba convencida de ser yo la que les impedía avanzar. Mi muerte les libraría de todo eso. La gente tiende a pensar que el suicida lo es por cobardía, para huir de los problemas. El suicida piensa que se llevará los problemas con él, y os librará a todos de esa carga.

Supongo que no hace falta decir que ya no siento nada de eso. Me siento orgullosa de mi hijo. Se ha convertido en un joven responsable y sensible al que quiero con toda el alma. Me siento agradecida de que él no haya sufrido abusos, porque fue el miedo irracional con el que viví su infancia.  

Realmente no sé bien como he pasado de un punto a otro. Tan solo puedo decir que un día, de repente, te levantas y te das cuenta de que puedes vivir con ello. Simplemente cambié la pregunta ¿De qué sirve vivir? Por la pregunta ¿De qué sirve morir? Y encontré la respuesta: morir no sirve de nada.

Lo cierto es que a la hora de escribir esta entrada tengo la sensación de que cada día me hago un poquito más fuerte, un poquito más poderosa. Y cada día mi monstruo se vuelve más pequeño. Me considero un poquito más centrada, más segura, más confiada en el futuro y, a pesar del camino que aun me queda, feliz.

Feliz porque deseo recorrer ese camino, me hace ilusión cada paso que doy. Quiero releer este blog dentro de diez o veinte años y comprobar que he afianzado lo que ya he conseguido y que en ese tiempo he superado los retos que me había impuesto. Y a pesar de los bajones que vendrán, quiero saber que he podido mantener la fuerza necesaria para luchar, un día más, contra mi monstruo. Y Tal vez no lo mate, pero cada vez se escapará menos de las mazmorras.

 “Y ahora sé lo que debo hacer, seguir respirando porque mañana volverá a amanecer, y quién sabe qué traerá la marea”
Náufrago (2000) Robert Zemeckis.       

Némesis en el Averno
            

miércoles, 4 de septiembre de 2013

EL SILENCIO DE LAS PALABRAS.

El silencio de las palabras
 http://garaitza.org/wp/2013/09/03/el-silencio-de-las-palabras/

Hace unas semanas dejé que mi interior fuese bañado por un texto inesperado. Acostumbrado a relacionar como unas y otros somatizamos de diferentes formas el trauma que arrastramos desde la infancia no vi, como parte de la sintomatología, la dificultad con la que una querida compañera convivía en su día a día.
Cierto es, así lo expresa en el texto, que pasa muy bien desapercibida y los únicos instantes en los que he escuchado como la acompaña, me ha llevado a creer que su conflicto formaba parte de ese balbuceo inicial, con el que yo me relaciono, donde los nervios, la vergüenza y la falta de costumbre te ponen un poquito en evidencia.
Sin embargo, gracias a los pequeños sorbos de claridad en los que me muevo de vez en cuando, sus lucidas palabras viajaron a través de mis tímpanos, mezclándose dos realidades. Una la que ella expresa. La otra forma parte del mensaje oculto que todas y todos escondemos y en vez de hablar de abuso…
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Tartamudeo al hacer interrupciones en la fluidez de mi habla mientras la acompaño de cierta tensión muscular, miedo y stress. Una dificultad que me sucede cuando espero la aparición de mi lengua de trapo, temiéndola, poniéndome tensa por anticipar y tratar de evitarla.
La articulación incorrecta comienza la mayoría de las veces entre los 2 y 5 años, superándose de forma natural en el 80% de los casos antes de la adolescencia. Tartamudean el 1% de los adultos y el 5% de los niños y niñas. Es más común en hombres que en mujeres  4-1.
Sus causas no están claras, entre ellas las genéticas (no es mi caso), del desarrollo (la más frecuente, tampoco es mi caso), neurológicas y traumáticas (debidas a algún choque emocional, es la menos frecuente).
Sus consecuencias, psicológicas y sociales.
El gangueo me hace sentir miedo, culpa, vergüenza, inseguridad, angustia, baja autoestima, estrés (cada vez que intento que no se note) y por supuesto influye en la forma de relacionarme con el resto de las personas.
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Me contaron que empecé a tartamudear cuando mis padres volvieron de Alemania (se fueron dos años a trabajar, mientras, yo me quedé con mis abuelos). Con poco más de 4 años, regresaron con mi hermana pequeña a la cual no conocía. Era un bebé de pocos meses, fue la excusa para decirme que mi aturdimiento era consecuencia de los celos, la respuesta con la que llamaba la atención.
-  ¡Ya se le pasará!- solían decir, pero no se me pasó.
Con 6 años en el colegio mi farfulleo se fue acrecentando. Los bloqueos eran cada vez más evidentes y al mismo tiempo tenía periodos en los que era capaz de hablar con una increíble fluidez. Fue una época horrible. Tenía un espantoso miedo a que los profesores pasaran lista, me preguntaran la lección o cualquier situación en la que tuviera que expresarme a través del habla o leyendo. Miedo al sentimiento antes, durante y después del tartamudeo, a las risas de mis compañeros y compañeras, hoy día aún lo siento.
El problema aparece cuando se enciende una pequeña llama dentro de mí, avivada por las muchas posibilidades de comenzar a cecear mientras siento sensaciones contradictorias al acabar de hablar, por el alivio que solo dura unos segundos y la espera de la rabia, la autocrítica, la vergüenza.
En casa se empeñaban en decirme que pasaría en el momento que dejara de hacer el tonto, que si quería podía hacerlo mejor -¡ves!… cuando quieres no tartamudeas-. Sin embargo no se daban cuenta de que cuanto más empeño, menos resultados obtenía. Necesitaba su ayuda y ellos…
Mi vacilación iba y venía, sin aviso. Tenía temporadas en la que era capaz de hablar con muchísima fluidez, otras en las que no conseguía pronunciar más de dos palabras seguidas. Me sentía culpable por barbotar. Sabía que a pesar de tener razón tendría que llevar esta carga encima y comportarme bien con todos ellos ya que me admitían en su familia a pesar de ser tartamuda.
En mi adolescencia seguí chapurreando mientras aprendía a convivir con todas aquellas personas que de una forma u otra abusaban de mí en clase, debido a mi problema.
En casa, entiendo, daban por hecho que jamás hablaría como el resto. No lo sé, nunca se habló de ello, como si  fuera a desaparecer por arte de magia, sin ayuda.
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Yo, desaparecí.
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Con la sensación de que nadie, ni en casa, ni en el colegio, ni en los comercios donde compraba, ni en el autobús en el que solía viajar, ni en… comprenderían lo que me pasaba, decidí ocultarla, disimularla, disfrazarla. Creé en mi interior un lugar secreto donde guardé el miedo, la culpa, los comentarios crueles, las palabras que tanto temía, la vergüenza, la humillación, la ira, la rabia…
Con el tiempo adquirí numerosos recursos para que no se notara. Al principio, siempre que podía, llevaba escrito en un papel aquello que quería expresar. En otras ocasiones intentaba que fueran los demás quienes hicieran lo que a mi me correspondía o, simplemente huía.
Como las técnicas de evitación no siempre me funcionaban, aprendí a desarrollar otras y así con los años he cambiado mi forma de hablar, mi entonación, incluso mi vocalización. Me he convertido en una especialista en cambiar unas palabras por otras. Cuando voy a decir alguna en la que aparece la sombra de la tartamudez, la cambio por otra más larga o más extraña, cualquier cosa antes que tartalear. Y si no puedo cambiar de vocablo elaboro sonidos, realizo gestos raros con la boca, introduzco muletillas o silencios que me den tiempo para pensar y recomponerme.
La verdad es que ni yo misma sé, dé que depende mi tartamudez. Ahora, solo musito en momentos concretos, momentos a los que me anticipo. Aun así me paso el día vigilando, controlando, para que el sonido de mi voz no me pille desprevenida. Aprendo a esquivar, a evitar situaciones que me generan ansiedad, sin que nadie se dé cuenta.
Hay personas que me conocen desde hace años y jamás me han escuchado azorada, un triunfo con un precio bastante alto. Vivo disfrazada para que nadie sea capaz de llamarme tartaja y piensen que soy tonta.
La tartamudez me ha hecho representar el papel más importante de mi vida. Dedicándola toda mi atención dejo que se alimente de mi secreto, de su negación, del disimulo, la vergüenza y los esfuerzos por esconderla.
Durante años ha permanecido agazapada a la espera de encontrar su momento, a que el miedo de nuevo la despierte.
Y tras una larga temporada sin protagonismo vuelve a pedir su sitio a pesar de que desde mi llegada a Garaitza mi atención se disuelve en otros problemas que comienzan a tener un mayor peso.
Poco a poco me permito acercarme a las consecuencias del trauma para empezar a reconocerme, sobre todo al miedo, el cual vivo con muchísima intensidad.
Es ahora cuando rememoro algunas de mis secuelas tras vivenciarlas con el duro trabajo personal.Consecuencias que aún permaneciendo en el olvido las siento muy presentes, imágenes que mi cerebro me envía y que tanto me cuesta reconocer como auténticas, a pesar del daño causado.
La culpa, el miedo, la duda, la baja autoestima, la vergüenza, el victimismo… todas las relacionaba con la tartamudez. La inseguridad, mi falta de expresividad a la hora de mostrar mis emociones, la relación infantil que mantengo con mis padres, mi actitud de niña buena, la incapacidad para recibir halagos y encajar críticas gracias a mi autoexigencia y sobre todo mi escaso valor cuando quiero decir NO… eran mi forma de ser.
El conflicto que tengo con mi cuerpo (no me gusto), mi relación con la comida (insana y poco nutricia), mi incapacidad para disfrutar del sexo como se merece la mujer que soy (lo siento algo sucio donde los bloqueos me paralizan, a veces incluso me evado), erotizo situaciones continuamente, el miedo a pensar si seré capaz de abusar de alguien (cuando peor me siento) son, algunas de las terribles consecuencias que me acompañan.
Si alguna de estas secuelas me invadía, creía que estaba enferma porque algo dentro de mi cabeza funcionaba de manera incorrecta haciéndome sentir la más horrible de las personas.
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Sucedió que, vivenciando las secuelas de mi trauma comenzó a molestarme la excesiva presencia que volvía a tener mi tartamudez. Por eso decidí analizar los motivos por los que quería a tener tanto protagonismo:
  • Por vez primera, miré a la tartamudez como una de las secuelas. Busqué información y hallé un artículo donde se asociaba con el sufrimiento a un choque emocional. Así mismo, decía que era poco frecuente, casi improbable.
  • Fue esta última afirmación la que me hizo dudar y pensar que quizás me había podido inventar las causas de mi dolor pero, ¡pufff!, me pareció demasiado retorcido y decidí darle un par de vueltas.
A la tartamudez se la denomina el silencio de las palabras, entonces me pregunto, ¿he enmudecido de esta manera mis palabras?, ¿me he escondido en ella para no expresar lo que realmente me había hecho daño?, ¿ha sido el círculo, la disculpa en la que he estado viviendo para no centrarme en lo que realmente me está sucediendo?
Lo cierto es que esta opción me asusta.
  • Realmente soy tartamuda y me he negado a mi misma.
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Alcanzado este punto tomo una decisión. Las dos primeras opciones me resultan demasiado complicadas como para profundizar en ellas. ¿Fueron primero los abusos o la tartamudez?
Decidí contestarme.
Hablé de ella como si fuera una secuela apoyándome en la lectura de uncuento que expresaba con palabras como me sentía. Hablé con mi madre, y…
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Sí,
me he escondido siempre detrás de mi tartamudeo, culpándolo de todo cuanto me ha sucedido, de cuanto he realizado.
Sí,
estoy cansada de controlar cada situación, de no mostrar mi cancaneo, de negarlo, de… darle el poder de estar siempre presente disculpándome con -a veces me atasco un poco, es que cuando me pongo nerviosa…
Soy yo,
quien alimento las sombras del pasado mientras vigilo mis secretos.
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Desde que me siento acompañada en Garaitza, aprendo a enfrentarme a las situaciones que me crean ansiedad con mucha más naturalidad y seguridad, haciendo que el balbuceo se suavice.
Siempre he intentado encontrar una causa concreta para el defecto de mi habla, una búsqueda equivocada.
Me dejo sentir y a mí vienen sensaciones que aprietan mi corazón, lo asfixian.
El abandono de mis padres, el sentimiento de culpabilidad cada vez que me evitaban. Haciéndome creer que era algo malo, me enseñaron a convertirlo en tabú, al no darle importancia. Las risas de quienes se abanderaron como amigos, compañeras y los chistes de mis amigas, compañeros…
Tengo poco claras cuáles fueron sus causas, ignoro si algún día encontraré las respuestas que busco. Sé que es parte de mi trabajo hablar de mi tartajeo, comenzando en este lugar, donde me siento segura, donde sin máscaras me muestro.
Soy tartamuda, aquí y ahora.
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                      Soy tartamuda, lo soy, con todo lo que ello significa                          y le doy voz.
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           A veces tartamudeo muy poco por fuera y mucho por dentro, otras,                es al revés.
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… a quien está encontrando su camino.