lunes, 10 de junio de 2013

CARTA A UN AMIGO SIN ROSTRO

Me gustaría introducir la mano en ese saco de anzuelos y lograr la difícil tarea de no sacarlos de golpe, sino pacientemente de uno en uno, evitando dañarme la mano. Extenderlos después ordenadamente sobre el suelo, observarlos, arreglar lo que es útil y arrojar a la basura para siempre los que no tienen razón de ser. Pero es difícil para mí, pues cuando lo intento, parece que uno arrastra a todos los demás.
¿Cómo encontrar las palabras, cuando no existen las que yo necesito para hacerte entender lo que se siente? Si te hablo de dolor, ¿Sabes de que dolor hablo? Porque dolor se escribe igual sea el producido por una inflamación en la muela o por la muerte de un amigo, de tu pareja, de un padre, y todos sabemos que no tiene nada que ver, sin embargo, se escribe con las mismas letras.
Si te hablo de miedo, ¿De qué miedo hablo? Porque uno siente miedo ante un examen, pero no es el mismo miedo que se siente ante la muerte, sin embargo, se escribe con las mismas letras.
Si te hablo de angustia, ¿De qué angustia hablo? Porque uno siente angustia cuando no puede abrocharse el botón del pantalón, pero también la siente cuando un hijo está enfermo, pero no es la misma angustia, sin embargo, se escribe con las mismas letras.
Dime que palabras debo utilizar para expresar lo que siento y lograr que lo entiendas. ¿Cómo explicarte algo tan surrealista como que sucesos de hace treinta años todavía duelen, angustian y dan miedo, y no pienses que estoy loca?.
Lo más doloroso de esta historia es la sensación de que nadie, salvo los que lo han vivido, es capaz de comprender, y que el único camino para superarlo es precisamente compartir y sentir que los que te quieren, lo comprenden. Pero no existen las palabras…. Pero yo, necesito contarte… para seguir viviendo. Permíteme que utilice una y otra vez las palabras, que utilice muchas, que insista. Permíteme que no esconda nada, que lo saque todo fuera, que no quede nada dentro que me haga volver a mirar atrás, permíteme recordar. No pienses, por favor, jamás, que busco tu compasión. No puedes decirme que yo no sentí lo que sentí, que hoy no siento, lo que siento. Solo busco comprensión, y si lo consigo, seré un poco más feliz.
Quizá no soy yo quien te hable hoy, quizá sea esa niña asustada que desde dentro grita socorro e implora que la rescaten por fin. Quizá es que la coraza tras la que se ha escondido durante tantos años, le pesa hoy tanto que suplica que alguien le ayude a arrancarla de su cuerpo y la arroje a la hoguera por fin.
Cuando alguien mira los ojos de un niño, lo que ve es inocencia, felicidad. Su mundo es el de los muñecos de peluche, el de las risas, los bailes y los globos de agua. Su vida infantil se desploma frente a un insulto, un rasguño en las rodillas o frente a la pierna de su muñeca rota. Su refugio: el adulto, que le abraza, le protege y le dice que no pasa nada. Lloran, gritan, necesitan contarlo, y el consuelo de sus padres apacigua todos sus temores.
El cuerpo y alma de un niño, no están preparados para soportar el terror, la vejación, no está preparado para que le roben el alma, y mucho menos, para soportarlo en secreto sin poder buscar el consuelo en los que confía, para pedirles que le arropen, que le expliquen que está pasando, para que le rescaten.
Cuando en su mundo infantil, un adulto en el que confía, invade ese universo de inocencia y le somete de golpe en el mundo de los adultos, que no comprende, que le asusta, que le asquea, que ni siquiera sabía que existía… el dolor y la sensación de vergüenza es tan brutal, que de alguna manera, el niño muere, muere porque deja de ser un niño de repente. Nunca, nunca más volverá a sentirse un niño.
Desaparece la inocencia, desaparece la alegría, la espontaneidad, los juegos, las risas, los chismorreos con sus amigos. Desaparece el sueño apacible…. Desaparecen los lloros. Si los lloros, porque el niño deja de llorar, para que no le oigan, para no tener que contar… Los gritos, el lloro desgarrado, se convierte en un lagrimeo silencioso aferrado a un almohadón, el mismo lagrimeo silencioso que le acompañará el resto de su vida.
No sé que años tenía cuando sucedió por primera vez. Mi alma infantil, quedó recostada para siempre sobre un sofá en una fría tarde de invierno. Ella, se sentó allí, feliz e ingenua, cargada de la alegría y esa chispa infantil que sólo se tiene cuando eres un niño y tu único deseo es vivir. Después… solo quedaba miedo, desconcierto, vergüenza, pánico… 
Él tenía 7 u 8 años más que yo confiaba en él, por eso, no entendía… Decían que era un ser fabuloso, decían que yo era la niña de sus ojos, decían que me quería… por eso, yo no entendía…
No sé que fue más duro para mí, la sensación de desgarro, de que algo se me rompió por dentro y sentí que había perdido algo que ya nunca podría recuperar, la sensación de culpa, de vergüenza, de sentirme vejada, la sensación de desconcierto, de verme de golpe en un mundo que no comprendía y del que nadie me había hablado, salvo cuando relacionaban el tema con el pecado, el peor de los pecados, las pesadillas, la angustia, el miedo… o mantener el secreto. Sentir todo aquello y no poderlo contarlo a nadie. El dejar de formar parte de este mundo, porque ya no encontraba mi sitio entre los amigos de mi edad, en sus juegos, en sus risas, en sus aventuras infantiles, y no poder recurrir al mundo del adulto, ante el sentimiento de culpa y vergüenza que me oprimía el pecho. Era un secreto, nuestro secreto, que nadie podía comprender porque se enfadarían mucho conmigo. De repente, me encontré sumergida en la soledad más infinita, en la soledad con mayúsculas, en la soledad en términos absolutos. Sola entre dos mundos, dos mundos que ya no pertenecían, el infantil y el adulto.
La vida entera, se transforma de una forma tan brutal en tan sólo unos minutos, que es totalmente imposible de asumir por el corazón de un niño. En cuestión de segundos…. ¡Te roban tantas cosas! Te roban la infancia, te roban la alegría, te roban tus juegos, a tus amigos… pero también te roban la adolescencia, te roban el derecho a crecer y madurar con normalidad. Te roban el derecho a quererte. Te roban tu fe, la fe en ti y en los demás y creces con la creencia de que volverán a dañarte una y otra vez sin que nadie te proteja. Te roban años de felicidad, te roban el deseo de crecer, las ganas de vivir, de aprender, de soñar, te roban el interés por el mundo y lo que sucede en él… te roban el alma. 
El cuerpo y el alma de un niño no están preparados para eso, no, no lo están. Sentir lo que sientes, y no poder pedir ayuda… tener la sensación de tener que vivir con ese secreto que te pesa como una losa que no te permite levantar ni tan siquiera la mirada es una sensación brutal e insoportable. Dejar de jugar a los juegos de tu edad, para jugar tan solo a fingir, a disimular a esforzarte las veinticuatro horas del día en que nadie sea capaz de intuir siquiera lo que está ocurriendo… excepto tú madre que es la que te culpa y te llama cerda, cochina y después te golpea y encierra, porque la única culpable eres tú. No, el cuerpo y el alma de un niño no están preparados para soportarlo.
Yo no sé cuantos años tenía cuando ya no pude soportarlo, no sé cuando fue, que dejé de sentir…
Cuando echo la vista atrás e intento sumergirme en aquellos años, siento como si me sumergiera en un largo y oscuro túnel, ausente de colores y lleno de penumbra. 
Necesito contarte mis recuerdos porque siento que sólo al hacerlo, dejarán de hacerme daño. Han sido tantas veces deseando compartir un dolor superior a lo que estaba preparada para soportar, tantos veces deseando pedir ayuda… 
Recuerdo las pesadillas, cada noche, recuerdo como se hace de madrugada sin poder conciliar el sueño, las lágrimas, los rezos de impotencia, las súplicas de ¿por qué a mi? Recuerdo los deseos de no despertar al día siguiente, porque deseaba de forma desesperada, dejar de sufrir. Recuerdo el terror que sentía a la muerte, no por el echo de ello en si, sino en el dolor físico que sufriría en el proceso. La sensación de tabú, en una familia en la que un padre ausente y una madre maltratadora y adicta a las pastillas, con una mente sucia y perturbada no hablemos del sexo, era pecado mortal. PUTA me llamó cuando me fui de vacaciones con mi novio, marido actual. Recuerdo que aquella idea me aterraba terriblemente. Y cada noche rezaba para que no se repitiera de nuevo. un pecado que nunca confesé porque me daba demasiado miedo y vergüenza. Temía el castigo, y sin embargo, necesitaba tanto descansar….
Recuerdo el temor de mirar a la gente a los ojos como si llevara una señal en la frente que mostrara mi vergüenza. Recuerdo la sensación de asco, asco a él y asco a mí misma, por dejarme hacer. Recuerdo la sensación de sentirme vejada una y otra vez.
Recuerdo que olvidé como era la niña que había en mí. Recuerdo que dejé de ser quien era, para convertirme en un ser que odiaba y despreciaba. Recuerdo como me fui alejando de todo el mundo que quería por el temor a que descubrieran a la persona que vivía tras aquella coraza que poco a poco iba construyendo.
Recuerdo, que a veces me preguntaba, si era normal sufrir así, si le ocurriría al resto de la gente.
La impotencia, la impotencia tan grande en un ser tan pequeño. Las ganas de huir hacia un lugar a ninguna parte. El esfuerzo extenuante por fingir ante el resto del mundo, ante el terror de que alguien tan sólo sospechara lo que estaba ocurriendo. La mirada ausente casi siempre, el esfuerzo por formar parte de una conversación de la que no podía evitar salir flotando. Casi siempre, cuando regresaba de algún triste viaje de mi imaginación, la conversación se hallaba en otro tema, en otro lugar.
La angustia, la angustia que me aprisionaba el pecho y sentía que me ahogaba por un secreto que me sobrepasaba. La falta de aire, las palpitaciones, el gusano en el estómago, el miedo. Los gritos mudos en el túnel del silencio.
Los deseos de gritar, de subir a lo alto de una montaña y chillar hasta que no quedara voz en mi garganta, chillarle al mundo lo que estaba ocurriendo, gritar con todas mis fuerzas socorro, gritar hasta que alguien oyera mi voz, hasta que alguien sintiera mi terror, y me salvara. 
Recuerdo su olor, el aroma que impregnaba todo su cuerpo, el olor y sabor agrio de su saliva, su tacto en mi cuerpo, mi tacto en el suyo, su cercanía, su aliento, recuerdo… lo que todavía no me atrevo a contar.
Recuerdo la sensación de miedo cuando aparecía por la puerta, la incapacidad para huir de él, incluso cuando estaban mis padres, porque él siempre me llevaba a una habitación, aun estando ellos al otro lado de la pared, sin que fuera aquello para él un obstáculo.
Y más terror aun cuando era él la persona que me dejaban para que me cuidara cuando ellos salían a alguna cena o teatro. Recuerdo los gritos e incomprensión de mi madre al otro lado de la puerta. Me cuestionaban mi encierro, reprendían mi aislamiento, castigó mi bajón de notas, y me juzgaba una y mil veces por mi inmadurez, porque nada me importaba, sólo divertirme, sólo me preocupaba pasarlo bien. Entonces me puso a trabajar y no paré desde entonces.
Recuerdo su osadía, y aun hoy, siendo adulta, me sorprende más y más esa osadía.
Cualquier momento era bueno para arrinconarme en casa, con todos en el salón, entrando y saliendo, y él tocando y manoseándome, como si ese riesgo le causara placer. Y a mí…. Terror.
Decía que era lo que nadie podía saberlo porque nadie lo entendería, y se enfadarían mucho conmigo. Y me decía, que en el fondo a mi también me gustaba y yo asustada titubeaba, hasta que ante su insistencia, y sintiéndome como la misma escoria, le decía que sí.
Recuerdo como mis amigas empezaban a hablar de los chicos, de los besos, de los rollos, y yo permanecía callada y envuelta en pura rabia, porque un hijo de puta me había robado esa ilusión, ese descubrimiento, esos sueños. Recuerdo que hacían preguntas, cuyas respuestas yo ya conocía y negaba, por la vergüenza que sentía y el temor a crear alguna sospecha.
Recuerdo el esfuerzo extenuante y desesperado por ocultar ante el mundo tanto dolor, tanta vergüenza y tanto miedo. Nadie, absolutamente nadie de mis amigos de colegio, pudo notar jamás ni el más mínimo indicio de que me ocurría algo. La energía que quemaba para tal fin, dejaba mi mente, mi cuerpo y mi alma al límite del agotamiento. Tanto esfuerzo, día tras día, mes tras mes, año tras año… fue creando ante mí una coraza tan potente, que terminó siendo inaccesible incluso para mí.

El sueño, mi sueño… repetido una y otra vez: el sollozo incontenible de una niña, el sollozo desesperado, asustadizo y furioso, los golpes en el pecho de alguien sin rostro que soporta mi rabia con entereza, hasta que sólo lloro, lloro y lloro, y alguien me abraza y al oído me susurra, “tranquila, ya paso todo”, y de repente…. la paz. Pero la niña creció, creció con el sollozo y la rabia contenida en su pecho, y aún espera… aún sueña que un día…. Mi sueño…
Supongo que es cierto que nadie que haya pasado por esto puede entenderlo. Quizá, sólo quizá, quien tiene un hijo de esa edad, puede mirarle a los ojos, verle la chispa de la infancia, la ingenuidad, esa alegría y ese deseo de jugar y vivir, e imaginar por un momento el terror en su mirada si se viera de repente en esa jugada injusta del destino. Es como si de repente, solo quedara tu cuerpo, porque el interior, el alma, te la roban, entera, y sólo dejan, en su lugar, un despojo humano. Y me pregunto, como una madre, no quiere darse cuenta de eso.
El horror es tan grande, que es imposible ponerle palabras, y si lo intentas, hay quien piensa que buscas compasión. Pero yo digo, que si buscara la compasión, por qué no lo he explotado durante años? Esa palabra me da asco, es como si alguien intentara convencerme de que no he sentido lo que yo sé que sentí. Y es tan, tan, tan duro que te trastoca el resto de tu vida.
Tenía 40 años cuando supe que no podía más, cuando supe que tenía que elegir entre vivir o morir, y supe que no podía vivir si él seguía ahí. Y elegí MORIR.
El día que decidí poner fin a aquello, pensé convencida y segura, que era el final de una trágica historia. El pecho me latía con fuerza, terror y con mucha excitación por lo que estaba a punto de hacer, descansar de una vez. La primera vez en varios años, había hecho algo que me hacía sentir, no bien, increíblemente bien. Sentí que después de eso acabaría con mi sufrimiento. Y de verdad lo creo.
Estaba eufórica. ¡LO HABÍA HECHO, POR FIN, LO HABIA HECHO!. Y sólo habían bastado un poco de valor para coger un cuchillo y empezar a cortar. ¿Por qué no lo había hecho antes?, no puedo encontrar la respuesta a esa pregunta, y aun hoy, no sé si puedo, Simplemente. Estaba paralizada, anulada por el miedo, hipnotizada..
Pero, ¿Cómo se cambia de repente?, ¿Cómo reaparece uno ante los demás después de haber permanecido oculto ante ellos durante años? ¿Cómo recupera uno la voz después de permanecer callado durante una eternidad? ¿Cómo se aprende de nuevo a levantar la mirada y no sentir vergüenza y miedo? ¿Cómo deja uno de ser lo que ha sido durante años para convertirse en la persona que habría deseado ser siempre, en la persona que era antes, como si nada hubiera pasado? ¿Dónde puede uno buscar la alegría, la inocencia, la seguridad, la autoestima, buscarla y encontrarla? ¿Cómo se arroja al fuego una coraza elaborada durante años? Supongo que uno tiene que aprender de nuevo a sentir todas esas cosas, no lo sé, o a lo mejor es peor que todo eso y la vida no te lo enseña, yo no lo sé, Supongo que cada etapa de la vida tiene su momento, y el mío… se escapó.
Las cosas no sucedieron como yo había soñado, porque la niña que fui ya no existía, se había quedado perdida en un sofá en una triste tarde de…

Anónimo

1 comentario:

  1. Me ha conmovido tu relato, en muchas cosas parecido a mi historia... hay muchas cosas que no hemos vivido por culpa de lo que nos pasó. Esa infancia perdida no volverá jamás, es algo que me dolió mucho aceptar pero es la realidad. Pero podemos reconstruir nuestra vida actual... yo estoy luchando por aprender a quererme, a confiar en mí misma, en otros, a relacionarme con gente, a descubrir qué cosas son parte de mí misma y cuales son la máscara, a aprender a expresar lo que siento y no callarlo, no fingir,... es muy complicado porque me cuesta saber qué siento o quiero... di de lado tanto tiempo a mis sentimientos, pensamientos y a mi yo interno que me cuesta percibirlos... pero estoy aprendiendo. Creo que se puede salir adelante. Espero que tú puedas. Besos

    ResponderEliminar

Participa con tus contribuciones y comentarios