domingo, 6 de enero de 2013

FRAGMENTOS DE “EL MITO DE LA CORDURA”. MARTHA STOUT

A muchos de nosotros nos resulta difícil, y algunas veces imposible, permanecer en una sola “modalidad”, ser constantes y reconocibles, incluso para nosotros mismos. Uno de los ejemplos más comunes de esta experiencia es el que consiste en retornar a “casa”, a la casa de nuestros padres. Después de una visita familiar, lo que notamos con más frecuente, ya sea que lo guardemos en secreto o que se lo comentemos a amigos, es: “me vuelvo una persona diferente. No puedo hacer nada al respecto. Sencillamente no puedo. De pronto vuelvo a tener trece años.” Somos ya adultos y quizás nos creamos muy sofisticados. Entendemos cómo deberíamos actuar, qué tendríamos que decir a nuestros padres. Tenemos planes. Pero a la hora de implementarlos, no lo logramos porque de pronto en realidad dejamos de estar ahí, presentes. Niños necesitados y descontrolados se apoderan de nuestro cuerpo y pasan a actuar por nosotros. Hasta que abandonamos nuevamente nuestros "hogares", somos incapaces de ser nuestro “verdadero” Yo.
 
Tal vez lo peor de todo, a medida que pasa el tiempo, es que a veces sentimos que nos estamos volviendo insensibles, que hemos perdido algo, cierta vitalidad que solía estar ahí. Al casi mencionar esto a los demás, notamos cómo aumenta nuestra nostalgia por nosotros mismos. Tratamos de recordar la exuberancia, o inclusive la alegría que solíamos sentir. Pero que ahora no podemos hacerlo. Misteriosamente, y antes que podamos entender qué fue lo que nos ocurrió, nuestra vida deja de estar llena de imaginación y de esperanza, y se convierte en listas de cosas pendientes que cada día intentamos terminar. A menudo sólo somos capaces de percibir un largo camino detallado de obstáculos que conducen a algún lugar al que no estamos tan seguros de querer llegar. En vez de tener sueños, nos protegemos apenas a nosotros mismos. Derrochamos nuestra breve y preciada fuerza vital en el intento por controlar daños.
 
Y todo eso debido a experiencias traumáticas que tuvieron lugar y acabaron hace mucho tiempo, y que, en la actualidad, han dejado de representar un peligro real. ¿Cuál es el proceso que nos lleva eso? ¿Cómo puede ser que los sucesos aterradores de la infancia y la adolescencia que deberían haber terminado años atrás se las ingenien para enloquecernos y alienarnos de nosotros mismos en el presente?
 
Paradójicamente, la respuesta yace en una función mental perfectamente normal que se denomina disociación, una reacción común a todos los seres humanos cuando se ven enfrentados al miedo y al dolor extremo. En situaciones traumáticas, la disociación nos permite separar el contenido emocional –aquella parte de “nosotros mismos” que siente- de nuestra consciencia presente. Al desconectarnos así de nuestros sentimientos, tenemos mayores posibilidades de sobrevivir a la situación traumática, de hacer lo que debemos y de sobrellevar un momento crítico en el cual, de lo contrario, nuestras emociones obstaculizarían el camino. La disociación permite que una persona observe el evento traumático casi como si fuera un espectador, y esa exclusión de la emoción fuera del pensamiento y de la acción –la perspectiva del espectador– bien puede ayudarnos a no sentirnos profundamente abrumados profundamente en el momento en cuestión.
 
Por lo general, nuestro modo de expresar una reacción disociativa moderada –después de un choque automovilístico, por ejemplo– sería decir “sentí como si estuviera observándome a mi mismo mientras me sucedía. Ni siquiera estaba asustado/a”.
 
La disociación durante el trauma puede adoptar diversas formas; es una función de supervivencia. El problema surge más tarde, mucho después de que el acto haya acabado, puesto que la tendencia a desconectarnos de la realidad permanece intacta. Nuestros miedos del pasado nos entrenan a ser disociativos, a sentirnos seguros y tomar vacaciones psicológicas fuera de la realidad cuando ésta nos aterra o nos duele demasiado. Pero luego, esas vacaciones mentales pueden acecharnos en momentos en que no las necesitamos, o cuando no deseamos admitir su presencia ni reconocerlas. Sin razón aparente, huímos de nosotros mismos, del mismo modo en que se escabullen de sí mismos nuestros seres queridos, y estas ausencias psicológicas ocultas provocan caos en nuestras vidas y en nuestras relaciones interpersonales. [...]
 
[E]l trauma genera cambios en el cerebro...[E]l cerebro psicológicamente traumatizado alberga excentricidades inescrutables que lo hacen sobreactuar –o desvariar, para ser más precisos– frente a las realidades de la vida actual. Estos desvaríos neurológicos tienen lugar porque el trauma influye profundamente en la secreción de neurohormonas que reaccionan ante al estrés, tales como la norepinefrina. Dichas hormonas, por tanto, producen a su vez un efecto sobre varias zonas del cerebro relacionadas con la memoria, en especial la amígdala y el hipocampo.
 
La amígdala recibe información de los cinco sentidos a través del tálamo. Le añade un significado emocional y la retransmiten al hipocampo. Según cuán importante sea información, establecida por la amígdala durante su “evaluación”, el hipocampo se activa en mayor o menor grado para organizar la nueva información recibida y la integra a los datos ya existentes y relacionados con eventos sensoriales similares. En condiciones normales, el sistema consolida los recuerdos de manera eficiente, agrupándolos según la prioridad emocional que les atribuya. Sin embargo, un estímulo hormonal extremo (por ejemplo, en una situación traumática), da lugar a un colapso nervioso. Cuando el significado emocional registrado por la amígdala es abrumador, el hipocampo no se activa lo suficiente, lo cual hace que no organice de manera útil una parte del influjo traumático, ni lo integre a otros recuerdos. Por consiguiente, ciertos aspectos del recuerdo traumático son almacenados no como parte de un todo, sino como imágenes sensoriales y sensaciones corpóreas aisladas sin ningún referente temporal o espacial, y separadas de eventos.
 
A esto puede sumarse el hecho de que, cuando una persona se ve expuesta a un trauma, el área de Broca -la región del hemisferio izquierdo que procesa la experiencia y la traduce mediante el lenguaje- puede verse totalmente inhibida; Esto genera graves problemas, ya que es así como solemos compartimos nuestras experiencias con los demás, e incluso con nosotros mismos. [...]
Los recuerdos normales se forman gracias a un influjo adecuado de información hacia el hipocampo y la corteza cerebral. Están integrados como un todo y su significado puede verse modificado tanto por experiencias posteriores como por el lenguaje. En contraste, los recuerdos traumáticos incluyen fragmentos caóticos, ocultos lejos de las experiencias subsiguientes. Semejantes fragmentos de recuerdos no tienen asignadas palabras ni lugares, y son eternos. Incluso mucho después de que el trauma original haya sido relegado al pasado, es posible que los registros cerebrales consistan únicamente en fragmentos aislados y anónimos de emoción, imágenes y sensaciones que para el individuo suenan como una alarma descompuesta.
 
Peor aún, en un futuro, bajo circunstancias similares al trauma original –o tal vez sólo impactantes, cargadas de ansiedad o emocionalmente estimulantes–, se tendrá un acceso más fácil a los fragmentos de recuerdos relacionados con las amígdalas que a los recuerdos más completos que han sido integrados y modificados por el hipocampo y la corteza cerebral. A pesar de que estos últimos recuerdos, más unificados y mejor actualizados, serían más pertinentes en el presente, son los recuerdos de las amígdalas los que están más disponibles, y por ende, la persona “recuerda” el trauma en momentos inapropiados, cuando el peligro existente no deberia alcanzar para que se active semejante alarma. Incluso bajo condiciones de estrés casi insignificante, la persona traumatizada podría sentir que el peligro es inminente, con lo cual en ese momento será asaltada fuertemente por las emociones y sensaciones corporales, e incluso por las imágenes, sonidos y olores que acompañaron otrora a la gran amenaza.
 
Por lo general, únicamente aquéllos que sufrieron las historias traumáticas más agonizantes se sienten impulsados a descubrir y tal vez a modificar sus ausencias con respecto al presente. Sólo las adicciones, las depresiones mayores, los intentos de suicidio y la ruina psicológica total, frutos de los trastornos por trauma más graves, pueden constituir en algunos casos una motivación suficiente para atreverse a someterse a un nuevo modo de percibir la vida y a cambiar constantemente. Debido al modo en que se organizan nuestras conexiones neurológicas, confrontar los traumas del pasado requiere que uno vuelva a soportar mentalmente todo el terror, con su intensidad original, lo cual da la sensación de que la peor pesadilla se vuelve realidad y que el horror regresa. Debemos ignorar todas las advertencias autoritarias que nos envía el cerebro para evitar que permanezcamos presentes mientras recordamos las emociones dolorosas, y en casos en que la persona ha tenido un pasado extremadamente traumático, este proceso es poco menos que un acto heroico. [...]
 
Todos los seres humanos somos capaces de disociarnos psicológicamente. No obstante, casi todos lo ignoramos, y consideramos que los episodios “extracorporales” se hallan lejos de los límites de nuestra experiencia normal. La realidad es que las experiencias disociativas le suceden a todo el mundo, y en su mayor parte se trata de eventos bastante ordinarios.
Tome por ejemplo el caso de un hombre totalmente ordinario que entra a una sala de cine absolutamente común y corriente a ver una película famosa. Está despierto, alerta y reconoce el espacio y la gente que lo rodea. Está consciente de que su esposa ha ido al cine con él y que, cuando se sientan en sus asientos, está a su derecha. También sabe que tiene un cono de palomitas de maíz en su regazo. Sabe que el título de la película que ha ido a ver es El Fugitivo, y que el protagonizta es el actor Harrison Ford. Mientras espera que empiece la película, es posible que se preocupe por algún problema que está teniendo en el trabajo.
 
Luego, se apagan lentamente las luces de la sala, y comienza la película. Veinticinco minutos más tarde, ya ha perdido todo contacto con la realidad. No solamente ha dejado de preocuparse por su trabajo, sino que ni siquiera se entera de que tiene trabajo. Si nos fuera posible leerle la mente, descubriríamos que tampoco cree que está sentado en el cine, aunque esa sea la verdad. Ya no puede oler las palomitas de maíz; algunas caen del cono que ahora deja volcarse un poco de lado, porque ha incluso olvidado sus manos. Su esposa ha desaparecido de su vista, aunque cualquier otro observador vería que sigue sentada unos centímetros a su derecha.
Y sin moverse de su asiento, este hombre corre, corre y corre. No con Harrison Ford, el actor, sino con el fugitivo de la película. Dicho de otro modo, corre con una persona que no existe ni en el mundo real de este hombre ni en el de nadie más. Sus latidos se aceleran mientras escapa de un tren descarrilado que tampoco existe.
 
Este hombre totalmente común está disociado de la realidad. En efecto, está experimentando un trance. Algunos catalogarán sus percepciones como manifestaciones psicóticas, excepto por el hecho de que una vez terminada la película, regresará casi instantáneamente a su estado mental habitual. Leerá los créditos en la pantalla. Notará que se le han caído algunas palomitas, aunque no recuerde cuándo ni cómo. Dirigirá la mirada hacia la derecha y hablará con su esposa. Y probablemente, le dirá que ha disfrutado la película, del mismo modo en que todos tendemos a disfrutar cualquier tipo de entretenimiento dentro del cual podemos perdemos. Pero en realidad, todo lo que ha ocurrido es que, por un rato, tomó la parte de él que se preocupa por los problemas en el trabajo y demás asuntos “reales”, y la separó de la parte imaginativa de su ser, para que esta última pudiera tomar el mando. Disoció una parte de su consciencia.
 
Al explicar la disociación de esta manera, la mayoría de las personas pueden notar que a menudo se escapan de modo similar, ya sea en una sala de cine, en el teatro, o cuando leen un libro u oyen un discurso, o inclusive cuando sueñan despiertas. Es ahí cuando el término “extracorporal" o la expresión "salirse del cuerpo” les sonará familiar. Dicho llanamente, bajo ciertas circunstancias, en un espectro que va de las distracciones placenteras o molestas hasta la fascinación por el miedo o hasta el dolor o al horror, un ser humano puede ausentarse psicológicamente de su experiencia directa. Somos capaces de desplazarnos hasta a otro lugar. La parte de la consciencia que concebimos como nuestro propio “Yo” puede desaparecer por unos momentos, horas tal vez, y bajo terribles circunstancias, durante muchos más tiempo. [...]
Los patrones fisiológicos y los principales resultados entre la distracción, el escape, la disociación y el trance son prácticamente idénticos, sin importar el método. Las diferencias entre ellos parecen resultar no tanto de la manera en que la consciencia se divide sino de cuán seguido y por cuánto tiempo nos vemos forzados a mantenernos divididos. [...]
Observe a unos niños jugar, y se dará cuenta que los niños son especialmente "talentosos" a la hora de disociarse. Con la intención de jugar, un niño es capaz de hacerse a un lado en un segundo, y de convertirse en alguien o en algo más, o en muchas cosas al mismo tiempo. La realidad es aún más plástica durante la niñez. Se pretende que los juegos son reales y maravillosos y absorbentes. Queda claro para cualquier observador atento que los niños normales se regocijan ante su habilidad superior para salirse de sur propio “ser” e ir a otro lugar o convertirse en otra cosa. La nieve no es fría. El cuerpo no está cansado, aun cuando está a punto de desmayarse.
 
Dado que los niños tienen tanta facilidad para disociarse incluso en condiciones normales, cuando se enfrentan a una situación traumática, les resulta muy simple dividir sus consciencias en diferentes fragmentos y, con frecuencia, durante períodos prolongados. Esconden así el Ser o lo echan a un lado. De más está decir que esta reacción es útil, necesaria e incluso positiva para un niño traumatizado. De hecho, el estado disociado, lejos de ser disfuncional o descabellado, tal vez le salve la vida. [...]
Esta estrategia de adaptación sólo se vuelve disfuncional más tarde, cuando el niño ha crecido y ya no está cerca del trauma original. Una vez que el trauma original deja de formar parte del presente, las reacciones disociadas prolongadas ya no son necesarias. Pero al ser sido aplicadas intensamente a lo largo de los años, esta estrategia protectora acaba por desarrollar una suerte de gatillo sensible. El adulto en quien se ha convertido el niño ahora manifiesta reacciones disociativas bajo niveles de estrés que probablemente no provoquen disociación en otra persona. [...]
 
En los orígenes de la especie humana, el recién nacido promedio tenía posiblemente las mismas probabilidades de sobrevivir que una tortuga marina recién nacida que se desplaza sobre la arena en una playa llena de gaviotas. Nuestro pasado lejano estpa repleto de hostilidad. Nuestros cuerpos y nuestros cerebros fueron forjados con el calor de llamas blancas, y todavía en nuestros tiempos, en vísperas de un nuevo milenio, seguimos siendo el producto de esos comienzos remotos.
 
Del mismo modo que las tortugas bebé, en el pasado tuvimos que concentrarnos seriamente en la tarea de sobrevivir. Pero a diferencia de las tortugas, nuestra evolución nos permitió convertirnos en criaturas complejas, cognitivamente astutas, capaces de formar representaciones mentales, conscientes de la posibilidad de padecer lesiones, dolor y muerte. Comprendíamos los peligros reales y muchos otros riesgos potenciales. Reflexionábamos, planeábamos, soñábamos, y sentíamos miedo. Por obvias razones, nuestros poderosos cerebros nos fueron de gran ayuda en el momento de tratar de sobrevivir a los peligros de nuestro planeta. Y por razones menos obvias, nuestros complejos cerebros también representaron una desventaja. A modo de analogía, imagine que una tortuga de pronto tomara consciencia de que, de un momento a otro, la gaviota puede aplastarle su pequeño caparazón y arrancarle la carne. ¿Qué sucedería si esta repentina toma de consciencia hiciera que el pequeño reptil quedara paralizado de terror en su ruta hacia el mar en lugar de seguir escapando despreocupadamente? Sería instantáneamente devorado, por supuesto. Nunca tendría la oportunidad de desovar sus propios huevos.
Por este motivo es que el razonamiento es tanto una bendición como una maldición en lo que concierne a la supervivencia. Incluso los animales, cuando perciben a un predador en las cercanías, reducen su campo perceptual y han demostrado tener una capacidad muy útil de analgesia frente a situaciones de ataque. Los seres humanos hemos logrado disminuir el efecto de la maldición de poseer una consciencia más avanzada mediante diversas capacidades disociativas sofisticadas que, con frecuencia, nos permiten actuar de manera eficaz bajo circunstancias aterradoras.[...]
 
Nuestra fuerza mental ante circunstancias petrificantes es normal. ¿Pero qué tan normales son las circunstancias desesperantes en sí? Al comienzo de un nuevo siglo, ¿qué tan frecuentes son, en realidad, los monstruos que acechan a los seres humanos? ¿Cuántos de ellos todavía están aquí, en la era tecnológica? He aquí la respuesta, aunque les advierto que no les sentará bien:
Hoy en día, con frecuencia los rostros de los monstruos son diferentes. Pero seguimos viviendo en un mundo que asalta la consciencia de todos los niños. El hecho de que por lo general no nos veamos como seres traumatizados forma parte de un tributo al espíritu humano.
El abuso infantil... no es sino un comienzo, aunque según el Comité Nacional para Prevenir el Abuso Infantil (National Committe to Prevent Child Abuse), cerca del cuarenta y siete por ciento de los niños estadounidenses son como víctimas del maltrato infantil, de acuerdo con los registros de nuestras distintas agencias de protección al menor. Según cifras más conervadoras, ya sea de casos reportados o no, el 38 por ciento de las niñas y el 16 por ciento de los niños son abusados sexualmente antes de cumplir los dieciocho años.
 
El hecho de que los niños presencien escenas violentas es una característica integral de nuestras vidas. Tan sólo en Estados Unidos, el presupuesto de gastos médicos generado por la violencia familiar alcanza entre tres y cinco mil millones de dólares al año. Fuera de casa –en un estudio de la Asociación Estadounidense de Psicología (American Psychological Association)– con niños en edades de primero y segundo grado de primaria en Washington, D.C., el 45 por ciento declaró haber presenciado robos, el 31 por ciento dijo haber presenciado tiroteos y el 39 por ciento afirmó haber visto cadáveres.
Pero en cifras mucho más elevadas que las de estas estadísticas se encuentran los niños totalmente ordinarios, provenientes de familias que no son violentas ni viven en el centro de la ciudad. Incluso los niños que no sufren abusos intencionales, o los que no están expuestos directamente a crímenes, presencian los arranques de furia y peleas entre sus padres dentro de sus hogares, y tienen acceso a la cobertura mediática de los crímenes más horrendos y de los eventos más sanguinarios. Concretamente, la lista de los eventos que atacan nuestra consciencia y que son presenciados incluso por los niños más protegidos es extremadamente extensa: accidentes graves, choques automovilísticos, la enfermedad y la muerte de seres queridos, el miedo hacia la burla de sus pares o la realidad de esta misma, procedimientos médicos petrificantes, batallas devastadoras por obtener la custodia, predicciones acerca de la extinción nuclear o de la destrucción ambiental, y lecciones macabras sobre cómo huir de ese “extraño” cuya llegada los padres temen constantemente.
Luego debemos reflexionar acerca de otras situaciones más graves, tal como, por empezar, la vulnerabilidad básica que representa el hecho de vivir en un cuerpo humano –el inevitable dolor corporal, y para algunos, la pérdida de algún miembro del cuerpo debido a la enfermedad, a un accidente o a trastornos genéticos. O, a modo de otro ejemplo, la lucha cotidiana de familias distribuidas por todo el mundo que temen por su bienestar emocional y físico debido a características inmutables tales como la raza o la etnia.
 
Vivimos dentro de cuerpos frágiles en un mundo hostil, especialmente duranta la infancia, y si nos detuviéramos para realizar el recuento de nuestras experiencias, descubriríamos que a pesar de que sólo algunos de nosotros hemos sido abusados, nadie está completamente exento, ni siquiera en plena era tecnológica.
Hasta ahora he hablado específicamente del trauma psicológico, y no del peligro o del daño en general. ¿Cómo definimos el trauma psicológico? ¿Qué clase de situaciones y eventos son traumáticos, en contraste con los que sólo son dolorosos o aterradores?
Una de las definiciones mayormente aceptadas y más útiles es la formulada por Alexander McFarlane y Giovanni De Girolamo, de la Universidad de Adelaida, Australia, y del Departamento de Salud Mental de Bologna, Italia, respectivamente. Al escribir acerca de la distribución y de los factores determinantes en las reacciones postraumáticas en distintas poblaciones humanas, McFarlane y De Girolano hacen notar que, en lugar de ser solamente aterrorizantes o dolorosas, las situaciones traumáticas son además “eventos que violan el modo en que solemos atribuir sentido a nuestras reacciones, estructurar lo que percibimos en el comportamiento ajeno, y crear un marco de trabajo para interactuar con el mundo en general. En parte, todo eso está determinado por nuestra habilidad para anticipar, protegernos y conocernos a nosotros mismos”.
 
En otras palabras, una persona que ha sobrevivido a un grave incendio en su vecindario puede sentirse perturbada pero no traumatizada, ya que la forma en que ve el mundo y a los demás no ha sido afectada, y porque se siente capaz de hacerles frente; y es igualmente posible que otra persona quede traumada a causa de un incendio al confudirlo con ideas sobre lo que puede sucederle, y porque el fuego la obliga a confrontarse a su propia impotencia.
Por definición, un evento traumático, ya sea objetivamente trágico o no, abre un pasillo en la mente que nos lleva a temer nuestra impotencia y la posibilidad de morir. Un factor de estrés traumático es abrumador no por ser necesariamente colosal -los observadores pueden no percibirlo como tal-, sino porque posee un cierto significado para la persona que lo vive.
Existe un conjunto extremadamente grande de personas que casi no poseen en su historial ejemplos de haber anticipado eventos, además de ser prácticamente incapaces de protegerse, y con apenas un conocimiento mínimo de sí mismas. Se trata de los niños, claro. Debido a su falta de experiencia en este mundo, los niños reciben traumas con mucha más frecuencia que nosotros, los adultos. Ciertas circunstancias que apenas logran generar una poco de ansiedad en los adultos pueden inspirar fácilmente un terror de vida o muerte en los niños, ya que todavía no han creado un “marco propio para interactuar con el mundo en general” que pueda serles útil. Este déficit pasajero es una de las connotaciones más fuertes y peligrosas detrás de la expresión: “inocencia infantil”. […]
Llegados a la adultez, son raras las veces en que podemos apreciar fuimos inocentes durante nuestra infancia. Una personita tiene que aprenderlo todo, literalmente: tengo diez dedos; el agua está mojada; mis juguetes caen hacia abajo y no hacia arriba. ¿Y qué es este planeta en el que he aterrizado, por cierto?
Una persona con tantas preguntas sin respuesta es tierna y receptiva como una flor por la mañana. También está a nuestra merced, y en peligro.
Como si eso no fuese lo suficientemente difícil para los jóvenes, las capacidades cognitivas inmaduras durante la temprana edad dificultan, y a menudo imposibilitan, la tarea de narrar en forma articulada lo sucedido durante el evento amenazador una vez que ya ha tenido lugar. Un niño pequeño no puede reflexionar y dar sentido a un episodio traumático, lo cual le permitiría relatarlo coherentemente a alguien que estaría en condiciones de ayudarlo a describir lo ocurrido con palabras y significado.


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